martes, 18 de abril de 2023

El trabajo de vivir. Obermann de nuevo

 

Sergio en la cima del Torreón (sierra de Grazalema)


El Chorrillo, 18 de abril de 2023

Llego a casa después de un largo viaje por Andalucía y en ella me encuentro dos agradables novedades, de una parte que los ruiseñores se han instalado definitivamente en las ramas de los árboles de nuestra parcela. Imposible apreciar desde quien vive en la ciudad lo que significa tener a cada rato de aquí hasta final de mayo a los ruiseñores festejando con su canto las horas del día y la noche. Y recuerdo aquellos versos de Juan Ramón Jiménez que tanto cité por aquí: “… Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando; / y se quedará mi huerto, con su verde árbol, y con su pozo blanco”.  Porque la vida es recurrencia y repetición, de sentimientos, de intuiciones, de nostalgias y de echar a volar el pensamiento hacia las alturas del nacer y el morir. Tantos años llevan los ruiseñores llegando cada primavera a nuestros árboles, árboles que no existían en esta tierra que era un erial, nuestros no por que haya ninguna relación de pertenencia sino porque los queremos, son parte de nuestra existencia, la que da a luz el escultor o el pintor con sus manos y su inteligencia; tantos años llevan viviendo con nosotros esos ruiseñores cada primavera, tantos años llevan las flores de los almendros, los ciruelos, los perales inundando la parcela cuando el invierno se despide, que cuesta hacerse a la idea de que llegará un día en que ellos, ruiseñores y árboles, seguirán aquí cantando y floreciendo primavera tras primavera, ellos o sus generaciones posteriores, cuando nosotros ya no estemos. Cuesta, pero a pesar de ello serán nuestras cenizas parte del abono con el que ellos seguirán alimentándose y creciendo.

Días atrás descendiendo temprano de las alturas de sierra Mágina pensaba intensamente en estas cosas. Media Andalucía parecía extendida a mis pies en la luz primera de la mañana. Bajaba pensando en que la soledad tiene sus privilegios, en ella se ahondan los pensamientos, la realidad se hace más patente, más sencilla. Y pensaba en la muerte, que es como pensar en la vida, vida–muerte, tránsito; como la llama de esa antorcha olímpica la vida va pasando de unos seres a otros, de padres a hijos, de ruiseñores a ruiseñores. Y yo me iré y se quedarán los pájaros cantando. Y trataba de hacerme a la idea mirando aquel paisaje donde las rocas calcáreas habían adquirido enigmáticas formas, también ellas transformadas por el paso del tiempo, los vientos o las aguas. Había en el ambiente un pensamiento que hablaba de la total impermanencia de todo lo creado. Lo decían las rocas, los tojos, las encinas achaparradas acostumbradas a librar batallas con el viento y la nieve, las pequeñas flores junto al sendero despuntando tímidamente y pidiendo días de lluvia a gritos.

Y en medio de estos pensamientos  surgía esa otra idea que apuntaba en el título, el trabajo de vivir, el de lograr con las extremidades de las raíces alcanzar una pizca de agua, abrirse camino entre las rocas a la búsqueda de nutrientes; en lugares umbríos alcanzar a toda costa un poco de sol. Pero pensaba especialmente en los hombres, en el trabajo de vivir. Eso que hacía aquel día y los anteriores, subir y subir montañas. ¿Habría de ser así para siempre? Y pensaba que sí, que para siempre, que sólo la muerte sería el descanso, que nuestro sino, si queremos una vida a la altura de nuestras pasiones, de nuestro esperado gozo, de nuestros sueños, era necesario seguir ascendiendo montañas, renovar el esfuerzo, estar en permanente contacto con todo aquello que nos da vida. Montañas que me dais la vida, titulaba yo uno de mis libros después de haber caminado ininterrumpidamente durante todo un verano por montañas, valles y bosques.

Cuando llegué a casa ayer, aparte de los ruiseñores, la otra sorpresa que me esperaba era un libro que había pedido días atrás, un libro que gozando de aprecio tanto por parte de Martínez de Pisón como del mismo Unamuno, había esperado con impaciencia. Sorpresa porque, habituado a los libros estándar, encontrarse de repente con un libro bonito, algo más pequeño de los corrientes pero camino del millar de páginas, exquisitamente diseñado, páginas ligeramente de color crema y de suave tacto como de papel biblia, parecía haberme caído en las manos una pequeña obra de arte de la encuadernación. El libro: Obermann, de Étienne Pivert de Senancour. Y ya me imagino ese nuevo placer de añadir al de la propia lectura la del tacto y la vista.

Y claro, necesito recordar lo reciente leído y me levanto y en la estantería alcanzo La montaña y el arte, para recuperar algunas ideas de Senancour. ¿Cómo harán, me pregunto, aquellos que no subrayan libros para encontrar en un abultado volumen de seiscientas páginas algo que les interesó en su día, un idea genial, un pensamiento hermoso? Los subrayados son el reencuentro con la esencia de los libros, mi conversación secreta con los autores que leo. Me basta pasar con la yema del pulgar las hojas para encontrar de inmediato ese puñado de subrayados que fueron los que me inclinaron a comprar el libro. “Obermann es un bosque de símbolos donde Senancour propuso una lectura del mundo” (…) “Allí se encuentra expresada la inquieta busca de sí mismo en la permanente quietud de la montaña y en la soledad del hombre”. “En la montaña el hombre respira el aire salvaje lejos de las emanaciones sociales; su ser es para él como el universo: vive una vida real en la unidad de lo sublime”. Sería inútil prescindir de estas citas e intentar decir tales pensamientos con la propia voz, que en todo sintoniza con el autor y que de un modo tan contundente expresan su relación con la montaña.

Y llega Victoria con la merienda, frutos secos y un batido de aguacate, manzana y fresa y es hora de dejar estas líneas. A merendar se ha dicho.


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