El
Chorrillo, 26 de abril de 2023
El
profundo perfume al pan y quesillo de las acacias inunda todos los alrededores
de mi cabaña. Salgo fuera un momento, una meadita más; el canto del ruiseñor,
rey de la noche desde hace unas semanas, es el único ser despierto en la
madrugada. Contemplo por un momento el cielo. No, no hay rastro de luna
todavía. Y de repente me acuerdo de Julito y su compañera Fali. Una imagen que se me
quedó pegada a la retina. Julito y ella de la mano. Ir de la mano es una cosa
bonita. Me encanta ver a las parejas cogidas de la mano. Ellos debieron de ir
así durante todo el tiempo que duró la excursión. No era mirar y ver sino sólo
retazos que se me aparecían por el rabillo del ojo mientras enfrascado en una
conversación con José Luis Hurtado hablábamos de esto o lo otro. Creo que fue
así durante todo el regreso, atendía levemente a lo que sucedía a mi alrededor,
unas rocas que sortear, un riachuelo y siempre ahí estaban el amigo Julito y su
compañera, tan cercanos. Quizás estaba tan a otra cosa, tan metido en esas
conversaciones esporádicas que acompañan siempre las marchas con los compañeros
del Navi, que aquello sólo lo veía mi subconsciente.
Siempre
pienso que nuestro subconsciente es un doble del yo que rastrea los caminos, lo
que sucede alrededor mientras tú estás a otra cosa, que es receptivo a asuntos interesantes,
conmovedores, entrañables, que sabe que son de tu interés y que por tanto los
guarda en la recámara de tu memoria acaso para recordártelo durante el sueño o cuando ya en la soledad de
tu refugio frente a la ventana del atardecer sabe que estás en disposición de
escucharle.
Qué
cosas curiosas almacena nuestra memoria, esa que trabaja en segundo plano, como
la del teléfono. Y ello mientras estás a miles de kilómetros de allí hablando
del Himalaya y amigos comunes con Pepe o mientras intentábamos ponernos de
acuerdo sobre ese concepto que llamamos amistad. También almacena mi memoria
otros detalles, nuestro distinto modo de caminar, por ejemplo, el de aquellos
que todavía conservan por su juventud el brío de su paso y la seguridad de su
andar; el de otros, que más cautelosos tienen que caminar atentos a donde
pisan; los que encuentran dificultades al cruzar un arroyo o al subir por una
pequeña pendiente rocosa. Cuando participo en alguna de estas excursiones de
los miércoles siempre tengo la sensación de estar asistiendo a un pequeño
espectáculo que me ofrece la vida. Santiago Pino el otro día en un comentario
ante la foto de grupo decía que a ojo de buen cubero lo mismo entre todos sumábamos
4000 años de experiencia de vida. Yo soy muy malo con las matemáticas, pero
seguro que sí, que un montón de siglos sumaríamos todos juntos. El espectáculo
a que me refiero tiene que ver con ese dilatado tiempo que en conjunto
representamos y que por ser un tiempo relacionado con la precisa pasión de la
montaña se me antoja de una fecundidad fuera de lo corriente. Martín, por
ejemplo, en su perfil de Instagram apunta bajo su retrato: “Mi mayor pasión, la
montaña. Seguiremos visitándola hasta que el cuerpo aguante”. Y siendo que la
gente del grupo respiramos más o menos por el mismo costado, uno puede suponer
que la experiencia derivada de semejante troupe, tiene que ser a la
fuerza magnífica en todos los sentidos.
Estos
hábitos que tiene un servidor de despacharse una tarde entera mirando a las
musarañas o a las últimas luces del atardecer cuyos rescoldos ardían hoy a
última hora por detrás de la sierra de Gredos, dan como resultado que saque del
adormilamiento de la memoria cosas como éstas, hoy Julito y su compañera, los
años que sumamos y su experiencia, asuntos que terminan por recrear uno de esos
miércoles. Y como recrear el pasado es uno de mis vicios preferidos, pese a
todos aquellos que proclaman que hay que vivir el presente, y como además tengo
a mano el recurso de los retratos, una de las facetas fotográficas más
gratificantes si los rostros están cargados de años y experiencia, pues que
agradecido estoy a ese último encuentro, y más todavía, cuando repantigado en
casa y sobre una pantalla de dos metros y medio de ancho puedo disfrutar, como
si desde una ventana indiscreta se tratara, del espectáculo que sus fotografías
me proporcionan.
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