domingo, 23 de abril de 2023

Cansancio

 

Termino estas líneas con las últimas luces del día sobre la Sierra de Gredos frente a mi ventana

El Chorrillo, 23 de abril de 2023

Mi meditación está tarde es mirar tendido supino las ramas de los árboles desde el sillón de la cabaña. Se mueven parsimoniosas, leves. Miro, indago en la naturaleza de las cosas, contemplo esto que veo ante mí y siento que todo lo que me rodea forma parte de un milagro, milagro los mirlos que cantan desde alguna parte de la parcela, el herrerillo que esta mañana, mientras hacía ganas de levantarme, colgado de una rama picoteaba las pequeñas bayas del ciruelo que semanas atrás lo cubrían enteramente las flores y que un mes antes lucían desnudas sus ramas; milagro esa brisa que arranca de las ramas de los olmos y las acacias el susurro de su música; milagro estar vivo y poder ver y sentir cómo la primavera va brotando de la tierra con la tensa fuerza que imprime la vida a todo lo creado.

De milagros está hecha la tarde. Pasé la mañana limpiando de maleza más allá de la linde de nuestra parcela donde crece de todo, arbustos, gramas, plantas de todo tipo que se arriman al calor del agua, pero que en verano representan un serio peligro de incendio; y quedé roto, cansado hasta la médula de los huesos. Así que tras la comida me tumbé en el sillón y terminé durmiéndome cobijado en mi cansancio como si hubiere acarreado grandes piedras de un lugar a otro durante una semana. Un dulce sopor se hizo conmigo y, aunque me despertaba de tanto en tanto, era incapaz de abrir los párpados. Aplastado por el cansancio y el sueño transcurrió quizás una hora u hora y media. Fue entonces que pude abrir los ojos y contemplar la vida que bullía tras el hueco de la ventana.

Los Doscientos años de soledad de Pisón/Sebas están dando para mucho, y como cada uno extrae de los libros aquello que más cercano se encuentra a su sensibilidad, leyéndolo yo vivo la continua sensación de estar inmerso en esos años de soledad que anuncia el subtítulo, soledad que constantemente me encuentro en sus páginas en referencias de los clásicos del alpinismo que vivieron maridados con afanes literarios. Si el libro estuviera en digital, un valor añadido que debería acompañar a todos los libros de papel, y yo tecleara la palabra soledad en este libro, recuerdo que se trata de El sentimiento de la montaña, con toda seguridad la palabra soledad sería una de las más repetidas en todo el libro. Samivel: “La soledad y el silencio son las condiciones más preciosas del placer alpino”. Geoffrey Winthroo Young: “Yo poseo las cimas, sus noches viven en mí, mi corazón descansa en la soledad de sus colinas”. Bonatti: “Ha sido principalmente en el alpinismo solitario, cuando he podido entrar en franca sintonía con la Gran Naturaleza… La soledad ha sido para mí una escuela formativa, una verdadera necesidad a veces. Debo muchísimo a la montaña porque me ha construido como hombre”. El tuétano del sentimiento, es el título del capítulo donde tantas soledades encuentro.

Mi siesta de hoy no es que fuera exactamente expresión de esa soledad que he metido de rondó en el párrafo anterior, sin embargo, ella y situaciones similares de aislamiento, son ejemplos de lo afilada que puede estar nuestra sensibilidad, y nuestros sentimientos, cuando en medio de una tarde cualquiera nuestra receptividad, por las razones que sean, cansancio, placidez, disposición a la contemplación, se hace plena. La razón hoy era mi cansancio, un cansancio fuera del contexto en que generalmente me sobreviene, es decir en la montaña cuando el peso de la mochila y el desnivel o el terreno hacen que mis pulsaciones den un respingo. En este caso el cansancio viene a ser compañero inevitable de los días de caminata, sin embargo el cansancio casero es un curioso visitante cuando aparece de repente en el entorno del hogar donde la vida transcurre de muy diferente manera a como sucede en la montaña. Aquí es visitante que reviste una cierta rareza, casi diría yo que resulta exótico encontrárselo, así que cuando aparece, bienvenido sea porque seguro estoy que me va a proporcionar ciertos placeres poco habituales. Primero esa necesidad de tumbarme y cerrar placenteramente los ojos para que el cansancio que hay dentro de mí pase por el alambique de mi sensibilidad y se reparta por todos los rincones del cuerpo. El cansancio, finalizado el trabajo, aquello que lo originó, actúa sobre el cuerpo descansante como si en éste alguien estuviera instilando gota a gota pequeñas dosis de placer. Saborear el momento, el descanso, la somnolencia que te entra mientras afuera las ramas de los árboles se mueven al soplo de la brisa, se convierte en un dulce placer.

En el libro mencionado más arriba los autores citan a Lionel Terray: “… llegará algún día en el que, viejo y cansado, encontraré la paz entre animales y flores”. No es el caso todavía, aunque podría ser en el futuro, y con mucho gusto, pero algo así sucede cuando tras un duro trabajo desacostumbrado el cansancio asoma a mi cuerpo.

La soledad y el cansancio alumbraron hoy una suerte de bienestar que hizo posible que lo que en un día corriente es, eso, corriente y reiterativo, se convirtiera en el rato de la siesta y los minutos que siguieron, en la hora del placer y de los milagros. La  primavera, la brisa, un herrerillo picoteando unas cerezas, el canto del mirlo festejaban mi cansancio al otro lado de la ventana.

 

 

 

 


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