El Chorrillo, 24 de marzo de 2023
Cierro los ojos, escucho al viento, pasan fugaces imágenes por mi mente, mi cuerpo cansado yace como sobre un prado y, atento a la brisa y al calor del sol sobre mi piel, me concentro en lo que brota del instante. Puedo viajar, volar hacia el Dhaulagiri con Carlos, retener un momento de placer, recordarme dentro del saco de dormir bajo otros cielos. No me gusta el adjetivo patético que hace un rato alguien adjudicaba a Tamames, ni que despreciativamente un comentarista lo destine a un geriátrico. Consiento en que alguien se equivoque en la vida respecto a mis propias ideas. Siento latir mi sangre entre mis costillas. Nada sabe tan dulce como tu boca. Y el viento sigue ahí musicando entre las ramas mientras yo todavía, mediodía, yazgo en la cama como en medio de un serrallo rodeado no de ninfas ni de bellos cuerpos femeninos sino de mis pensamientos favoritos mientras fuera el suelo está como nevado por las flores de los ciruelos. A las orillas de mi ensueño llegan como las olas sobre la arena los recuerdos, el profundo olor del mar, el tiznado firmamento de un invierno en alguna cumbre.
Cita Pisón a Friedrich, el pintor, que pensaba que había que mirar con “el ojo del espíritu”, pues “el pintor no debe pintar únicamente lo que ve ante él, si no lo que ve en él”. Quién fuera pintor, poeta, músico con que pintar y musicar lo que uno ve en sí producto de lo que ve ante él. ¿Qué ve el pintor en sí cuando cierra los ojos para encontrar en los colores de su paleta la respuesta a sus más profundas sensaciones? Lo que uno ve y percibe por los sentidos nunca está exento de las resonancias interiores del propio sentir, que mezcladas con lo que llega a nuestros ojos y oídos producen toda suerte de conclusiones mezcla del propio yo, de la proyección del propio mundo y del mundo que percibimos. La realidad que percibimos raramente es objetiva porque está en general débilmente teñida por nuestro yo, nuestro mundo y nuestro personal modo de percibir. De parecida manera a como el pintor no puede pintar solamente lo que ve ante él, sino lo que ve en él, lo que la realidad suscita en él, la realidad de Tamames, con ser una, no puede desgajarse de lo que uno ve en sí de un hombre, de su historia, de su trabajo de una vida, de su preparación intelectual.
¿Patético Tamames? ¿Quién que haya vivido los años que se aproximan a un siglo, se atreverá a tirar la primera piedra? ¿Quién, suelto de lengua y empujado por las prisas de decir en las redes aquí estoy, se atreverá a astillar los tributos de la edad considerando el geriátrico como el lugar de desecho de la humana condición?
No leo los periódicos ni sé lo que sucede en el mundo, pero encontrarme la palabra patético desde el hisopo de alguna sabiduría en las páginas de FB, alguien que destina despreciativamente al geriátrico a Tamames, me produjo esta mañana un cierto malestar que quisiera aclarar de dónde me viene. Mi respeto, y admiración, por las personas mayores que aún siguen a pie de cañón es tal de resultarme molestos comentarios de este tipo. Ese badajo que en ocasiones algunos usan en las redes para agitar la campanilla y hacernos fijar la atención en algo, me resulta molesto cuando saltan por encima del respeto debido a las personas, personas mayores con muchísima más razón, que por fuerza debo intentar averiguar su motivo. Ni qué decir tiene que todo lo que tenga que ver con los del Moco Verde me repugna, que de izquierdas nací y es desde ahí desde donde miro al mundo, pero comprendiendo que la realidad es siempre compleja y que los atributos de la edad merecen un gran respeto, y más todavía en este mundo en donde lo insustancial, los todólogos y los de precipitada lengua ocupan un espacio prevalente, bien merece gastar un cacho de mañana en el asunto.
Mi pasión desde hace unos años, quizás desde este tiempo en que ingresé en lo que se ha dado en llamar la edad madura, por la gente mayor es tal que no hay día en que me pase sin rendir algún tipo de tributo a aquellos octogenarios y nonagenarios que conozco, sea en sus libros, en sus pensamientos, en su filosofía de la vida o, como esta mañana cuando me encontré que Carlos volaba de nuevo rumbo al Dhaulagiri, en sus desbordados sueños. A veces sus retratos cruzan por mi imaginación con una fuerza capaz de alentar mis mejores simpatías. Imagino a Zygmunt Bauman con su mirada inteligente sosteniendo en su mano derecha la pipa mientras el humo y el perfume del tabaco inunda la estancia; veo a José Luis Sampedro en sus últimos años alentando a la juventud, filosofando sobre la misma vejez: “El arte de la vejez es arreglárselas para acabar como los grandes ríos, serena, sabiamente, en un estuario que se dilata y donde las aguas dulces empiezan a sentir la sal, y las saladas un poco de dulzura. Y cuando te das cuenta ya no eres río sino océano”. Recuerdo a Carlos Saura, el dolor infinito de Sándor Márai cuando en sus últimos años ha perdido a su compañera de toda la vida. A Ernesto Sábato, Salvador Pániker, Churchill cuando a sus ochenta años su única preocupación es la salud de su esposa. Pienso en Martínez de Pisón, su brillantez, su gran humanidad, ahora en las redes recordándonos lo que una vida puede crear de hermoso en el transcurso de los años. Y bueno, Carlos Soria, el infatigable Carlos que tanto nos da a los que le contemplamos desde nuestra empatía su discurrir por las montañas.
Hay gente mayor que siempre miro, es cierto, con un deje de incomodidad. Fernando Savater y Sánchez Dragó son dos personas con las que me sucede. Éste último porque siempre me pareció el retrato de un payaso, ese que pinta Shakespeare en Macbeth, un payaso que equivocó sus papeles y que después de ir a hacer sus abluciones al río Ganges en Gargoris y Habidis olvidó parte de lo que se alimentaba su sustancia. Y Savater porque se le subió su magisterio a la cabeza al punto de perder también los papeles en los vericuetos de sus filias políticas.
De Tamames sin embargo apenas sabía nada desde hace mucho tiempo. Mi último contacto con él fue la lectura de
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