El Chorrillo, 25 de marzo de 2023
Una de las películas que más me impactaron en mi larga carrera de aficionado al
cine fue La balada del Narayama (Shōhei
Imamura, 1983). En ella, admitiendo una carga difícil de llevar, los ancianos
son condenados, como los elefantes, llegado el momento de la decrepitud, a coger
el atillo con sus cosas, atarlo a un palo y emprender el camino del destierro,
allá donde habrán de morir porque ya son un estorbo para la sociedad. Y no muy
lejos esta idea se me presentaba a mí ayer cuando sorpresivamente me encontré
con alguien en FB que ante la intervención de Tamames en el congreso le llamaba
viejo babeante y le sugería que se marchara a un geriátrico, es decir, donde mañana
mismo deberíamos ir todos cuando la decrepitud se haya hecho con nosotros. Los
viejos al contenedor de la basura. Eso es lo que venía a decir este usurario de
las redes.
Esta mañana un amigo que escribe se congratulaba de que su
blog hubiera servido para reencontrarse con amigos y gente diversa, y a
continuación añadía que intentaba ser breve para no aburrir demasiado al
lector. Mi caso es distinto, en lo primero estoy de acuerdo, soy del mismo
criterio, pero no pienso lo mismo respecto a la longitud de la escritura, que
para mí la mayoría de las veces es un medio para aclararme personalmente sobre
asuntos de índole distinta. Me sucede con esto de Tamames. Yo no podría decir
de inmediato que pienso esto o aquello de muchos asuntos, sí puedo comentar que
algo chirría en mí ante determinadas situaciones, y entonces lo que intento
hacer con la escritura es aclararme, saber cuál es la razón de que algo me
choque, porque de hecho si algo me choca es que mi ser interior o como se le
quiera llamar, lo que está haciendo es ponerme en guardia. Mi ser interior, o como
se le quiera llamar, ha mamado desde que era niño de muchas fuentes, muchas
experiencias, muchos libros, muchas conversaciones, y en él se ha depositado en
un trabajo de síntesis entre él y sus experiencias una visión de la vida, de la
moral, de los problemas del mundo, de la visión del universo. Y sucede que
aunque en mi interior no esté estructurado todo lo que ha llegado, para lo cual
habría que tener una mayor preparación intelectual y ser mucho más sabio de lo
que yo soy, existen unos sensores que de inmediato saltan como una pequeña
alarma avisándome de alguna incongruencia que enseguida mi intuición recoge,
punto en que mi ánimo me lleva a encender el ordenador para intentar como un
párvulo que empieza a descifrar el lenguaje con aquello del mi mamá me mima, el lenguaje de la
intuición, para de unas palabras y unas ideas ir pasando a las siguientes hasta
ser capaz de comprender una frase y de ahí a entender algo de la complejidad de
la realidad. No sé si me explico, es elemental, las personas a lo largo de la
vida vamos aprendiendo poco a poco a leer, a leer la realidad, y es tarea de
cada cual ir asumiendo determinadas certezas, desechar falsedades e ir
encontrando el camino de las pequeñas verdades por donde uno va a caminar a lo
largo de la vida.
¿Y qué tiene que ver todo esto con Tamames? Digamos que me
importa poco en este momento el asunto de este señor en sí, que en este caso lo
que persigo es el fondo sobre el que se asientan nuestros actos, cómo la
sociedad y las personas, apenas sin darnos cuenta vamos adquiriendo,
inseminando entre los refajos de nuestra conciencia una moral que vista
descarnadamente, desprovista de lo que
la inmediatez puede justificar, termina desplazando a la gente mayor a un
lamentable retiro lejos del trajín de “la vida”, esa que son nuestros asuntos
personales, nuestras preocupaciones inmediatas. Las residencias de ancianos son
la réplica de una sociedad desnortada que vive al día sumida en “sus cosas” y que
malamente sabe dónde va. Y lo dice, lo repito, ese comentarista que manda a un
señor de 89 años, por demás de brillante carrera profesional, al sitio en “donde
debe estar”, un geriátrico. Los elefantes mayores que ya casi no tienen dientes,
optan por un lugar para morir cerca de los ríos donde crecen los pastos tiernos.
Nuestras razones para destinar a los ancianos a residencias son de índole
diferente. En realidad los viejos molestan; limpiar culos, ayudarles a caminar
o a comer es una tarea demasiado exigente. “Tamames, viejo babeante, al
geriátrico contigo”. ¿Se va entendiendo el contexto en el que uno de mis
sensores me advirtió ayer de lo que estaba pasando por la cabeza de tal
comentarista y que, seguro estoy, pasa por las mentes de tantos? Aquellos que
no nos gustan al paredón, los viejos que nos caen mal porque piensan distinto
de nosotros al geriátrico.
Hay cosas en la vida que son sagradas y el respeto por los
ancianos, sea cual sea su condición, es una de ellas. Así que Santiago y otros
me perdonaréis, pero cuando os oigo cebaros en un anciano de 89 años adjudicándole
el calificativo de patético creo que no sois justos ni con la edad ni con el
trabajo aportado a la sociedad por esta persona. Las dos últimas películas
que he visto están signadas por la carga que la sociedad echa sobre los
ancianos, o aislándolos, quitándoselos de encima como pueden, tratándolos como
niños pequeños, o peor, intentando aprovecharse de su patrimonio. Propongo el
título de ambas películas para aquellos que deseen seguir reflexionando sobre
ese dramático tiempo por el que probablemente tendremos que pasar absolutamente
todos en un tiempo no muy lejano: Elsa y
Fred (Michael Radford, 2014) y Dejad
paso al mañana (Leo McCarey, 1937).
Dejo aquí a modo de coda algunas consideraciones de Ana Iris Simón que aparecen hoy en El País y que amplían esa mirada con la que yo
vengo observando las reacciones de los padres de la patria y de algún que otro
comentarista con ganas de encerrar en un geriátrico a un anciano. Si tal
comentarista hubiera vivido en los años cuarenta en Alemania no dudo en que en
lugar de un geriátrico habría utilizado como destino una cámara de gas.
“Es respetable pensar que Tamames haya sido un tránsfuga,
que se equivoca juntándose con Vox. Pero Tamames es, sobre todo, un señor de
casi 90 años, físicamente impedido pero con una notable trayectoria académica,
que con su ponencia se estaba despidiendo del Congreso al que dedicó tantos
años. Lo que no es respetable es que el presidente Sánchez ni siquiera le dé la
mano, o que Patxi López y Joan Baldoví le griten cual bestias bramando en el
establo donde –dicen– reside la soberanía popular. No es respetable el
desprecio mostrado por los grupos independentistas (con la honrosa salvedad de
Gabriel Rufián) que, cuando Tamames les reconocía “puntos de interés” en sus
discursos, le devolvían muecas burlonas y miradas torvas. Mención aparte al mal
gusto merece Aitor Esteban, que comparó a Tamames con un barco oxidado, “cuyo
final será quedar destartalado y olvidado en un desguace”.
“El episodio, frívolo y grotesco, muestra también que no
sabemos cómo tratar a los mayores (es decir, a nosotros mismos dentro de 10
minutos). Nos gustan los viejos que parece que siempre han sido viejos –tuvieron
su momento de gloria en el 15-M–, pero es más complicado tratar a los que han
ido cambiando y dicen ahora cosas que no nos gustan. A esos les decimos que no
han sabido envejecer, pero en realidad pensamos que no supieron morirse a
tiempo”.
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