Ansel Adams. The Tetons and the Snake River (1942) |
El Chorrillo, 21 de marzo de 2023
He referido algunas veces la vivencias solitarias que he tenido en la montaña, principalmente en los Alpes, en aquellas ocasiones que tarde tras tarde debía apurarme a montar la tienda en algún alto collado, una ladera o en mitad de un bosque antes de que la acostumbrada tormenta del día descargara su horror y su sublime belleza sobre mi exigua tienda, y lo que he escrito siempre me ha parecido un pobrísimo remedo tanto de lo que yo experimentaba y sentía acurrucado allí en mi saco de dormir como del grandioso espectáculo que allí se desarrollaba en medio de rayos, truenos, con el vendaval a punto de arrasar la tienda, la rabia furibunda del agua cayendo estrepitosa sobre la fragilidad de su techo.
¿Qué se puede decir de aquello, de esas tremendas circunstancias que son totalmente inconcebibles para un lector cómodamente sentado con su libro en las manos? ¿Cómo describirlas, cómo nombrarlas? Hoy hablaba Martínez de Pisón, La montaña y el arte, del empeño de Burke y Kant en buscar diferencias entre lo bello y lo sublime. “Lo terrible es fuente de lo sublime, escribía el primero (la cita es de Pisón) y ello excita la emoción, el asombro, la admiración […]. Lo sublime, en suma, arrebata”. Las «sombrías soledades»: son sublimes; «lo sublime conmueve». En definitiva, concluye Kant, «la emoción de lo sublime es más poderosa que la de lo bello».
No sé si se puede decir más, porque tampoco sería oportuno trazar una línea divisoria en la intensidad de las emociones estableciendo algún tipo de escala valorativa; sin embargo sí parece cierto que a lo largo de la vida hemos guardado en la memoria experiencias y momentos imborrables que frecuentemente vienen asociados a experiencias en donde lo sublime ha penetrado en nosotros al punto de conmovernos hasta el fondo del alma.
La montaña y sus circunstancias son un escenario propenso no sólo a experimentar en ella la belleza, sus formas, sus atrevidas laderas, sus bosques, la grandiosidad de un torturado glaciar al amanecer en el que los seracs y el caos de las grietas pueden pintar un paisaje inmaculado teñido por la miel del amanecer, de belleza extrema; en ellas se da también ese aspecto terrible que es fuente de lo sublime. Uno puede observar la grandiosidad de una tormenta a través de las ventanas de un refugio, el espectáculo puede ser sublime también, pero digamos que sólo en teoría. En ese caso el espectador no corre ningún peligro, sin embargo cuando uno está inmerso en la tormenta, la experiencia es totalmente diferente, lo terrible nace de tu propia situación de aislamiento en medio de la furia de los elementos, y si adquiere carácter de sublime para el individuo que está bajo el techo de su tienda en precarias condiciones, es porque junto a la magnificencia del momento el individuo en esos instantes vive una maravillosa mezcla de temor y placer que se resuelve en uno de los sentimientos más potentes que puede experimentar el ser humano. Acaso sin pensarlo, la posibilidad de un incierto final junto al gozo estético y al fragor de los sentidos desencadena en el individuo un estado de conciencia parecido al satori de la filosofía zen, un instante de serena comprensión de la verdadera naturaleza de uno y del mundo.
Tuve esa experiencia no pocas veces, siempre relacionada con momentos de extrema soledad caminando por lugares expuestos en medio de la niebla o la lluvia, días de fuertes borrascas, algunos momentos en que tuve que soportar lluvias torrenciales durante un día y medio junto al fragor de las olas que me obligaban a salir de la tienda para buscar grandes rocas con las que asegurar los tiros. En estas últimas circunstancias, después, cuando mi excitación, refrendada por esa pizca de seguridad que había conseguido reforzando los tiros, se desbordaba en pequeños retazos de plenitud.
Lo sublime acaso sea una palabra que a las personas de a pie nos suene un tanto engolada, a mí me lo parece al menos, algo propio de mundos inaccesibles. El idioma no tiene palabras suficientes para expresar y nombrar todo lo que sentimos, por eso tenemos que conformarnos con aproximaciones. De todos modos lo que sí parece cierto es que cuanto más sobrepasamos la línea de la incertidumbre y nos adentramos en situaciones complejas, más fácil es que nuestro sistema nervioso y endocrino destilen sustancias que actúan como catalizadores que nos catapultan a sensaciones de índole muy superior.
Así, en circunstancias corrientes, y no estando bajo la influencia del síndrome de Stendhal, en la naturaleza, la montaña, el mar o su fragor de olas, o incluso frente al firmamento nocturno, podemos experimentar, siempre que no tengamos atrofiados los sentidos :-), la simple belleza. Para ir más allá de la belleza, pienso que se necesita, o una sensibilidad extremada y profunda, o el vivir bajo unas circunstancias extremas que hagan del momento un lugar de excepción en sí mismo sublime. Quizás saliendo del ámbito de la experimentación de la montaña o la naturaleza en general, en otros medios como el del arte o experiencias humanas profundas, cuando se puede experimentar eso que llamamos sentimiento oceánico, quizás, imagino, entonces sea posible acercarse a ese concepto de lo sublime.
Mañana quiero subir a pernoctar al Alto del Mirlo, arriba el valle de Iruelas. Aspiro como en otras tantas semanas a cosas sencillas, los pequeños placeres de caminar, allí por el Castañar del Tiemblo, de ver atardecer, de contemplar las estrellas en la soledad de la cumbre. Las pequeñas cosas que también tienen su encanto. No siempre hay que apuntar tan alto, al fin y al cabo la experimentación de lo sublime no parece que esté al alcance de todos.
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