miércoles, 29 de marzo de 2023

Madrid: Entre San Bernardo y Lavapiés

 

Guille haciendo de cicerón por los murales de Lavapiés



El Chorrillo, 29 de marzo de 2023

Venga, tú, pedalea. Paseamos en la plaza Conde de Suchil esperando la hora de cita con la traumatóloga. Distraído oigo una voz de anciana a mi derecha que dice: ¡Venga, tú, pedalea! Me vuelvo y mis ojos tropiezan con una pareja de ancianos viejitos y arrugados que se aplican a pedalear en uno de esos aparatos que el Ayuntamiento ha colocado frente a los asientos de la plaza. Él pedalea también, pero no lo suficientemente enérgico para el gusto de la anciana. Pedalea, que si no pedaleas te caes de la bici, o de la vida, que para el caso es lo mismo. Leía hace poco en algún lado que la silla es la antesala de la muerte. La anciana tenía una voz imperativa que venía a decir algo así como que si hay que seguir viviendo mejor hacerlo con la mejor salud posible; así que cada mañanita salir, dar un paseo por esta primavera que comienza, caminar, hacer un buen rato de pedaleo mientras dan de comer a las palomas y, después, para casa a prepara la comida. Así que a pedalear, que los años no nos cojan apoltronaos en un sillón.

Donosura y cordialidad. Salidos del médico, una doctora todo cordialidad y profesionalidad a la que no veíamos desde antes de la pandemia y que recuerda perfectamente mis aficiones de trotar por las montañas y a la que he ido a pedir consejo sobre el ácido hialúrico y el PRP, dos sustancias que se emplean para las infiltraciones de rodilla, nos volvemos a encontrar con algunos ancianos más. Uno de ellos, que derrochaba una aristocrática cortesía con una pareja con la que se ha parado a hablar, me recuerda de inmediato a Tamames, al que supongo con una cortesía parecida frente a los energúmenos que días atrás bramaban en el Congreso (señorías tenían que ser) contra un anciano. Es peligroso hablar de oídas, que ni vi ni oí las sesiones del Congreso, Dios me libre, pero quiero imaginarme a ese señor mayor de 89 años poseído por una educación y unas buenas formas que estaban totalmente ausentes en Sánchez, Patxi López, Joan Baldoví y alguno que otro más. Gente ésta que, por lo que me dicen, tendrían que haber asistido a algunas clases de primaria donde niños de seis años en adelante aprenden educación y buenas formas.

En estas estamos cuando Victoria me cuenta de la despedida de la Asamblea de Madrid de un  excompañero de instituto, Agustín Moreno, que en su adiós ante la Asamblea se refirió a un cuadro de Velázquez para invitar a los diputados a usar de la cortesía y del buen corazón frente a los enemigos. Esto les decía Agustín: “saquen un rato, vayan al Museo del Prado y siéntense unos minutos frente al cuadro "Las lanzas" del gran Velázquez. Refleja el momento en el que Justino de Nassau entrega las llaves de la ciudad a Ambrosio de Spínola. Todo es muy sutil: Nassau se inclina en el acto de dar la llave y Spínola también se agacha al recogerla, al tiempo que con el brazo derecho intenta alzarle para evitar el gesto de sumisión: representa la generosidad del vencedor con el vencido. Un gesto tan noble que hace aún más grande al vencedor”. Aplíquenlo en la política, añadía el ponente. A lo que yo añadiría: apliquémoslo a la vida.

Dos hombres grandes como castillos y entre ellos una diminuta anciana. Hemos quedado con Javier Orellana en la plaza de Tirso para conocernos y comer juntos, pero como vamos sobrados de tiempo entramos en un bar. Ella es tan pequeña, está tan arrugadita, que a la fuerza produce en mí una gran sensación de protección, como la que derrochan esos gigantones panzudos que son sus dos hijos. Entra en el bar arrastrando los pies y sostenida por ellos que la tratan como si entre sus manos tuvieran un valiosísimo jarrón chino que se les pudiera caer de las manos. Un rato después uno de ellos la acompaña al baño. Vuelven, el otro se levanta para ajustarle la falda, mira por aquí y por allá para que todo quede en su sitio. Hablan de una fiesta organizada por una escuela de música a la que van a llevarla y donde una nieta de siete años se estrena tocando el violín. Ella quiere ir a ese festival, pero uno de sus hijos bromea con ella… eso será si te portas bien.

Javier Orellana. Total, terminado el aperitivo, enfilamos para Callao y en Preciados nos sorprende un grupo de personajes ataviados a lo medieval que promocionan las fiestas de su pueblo, Oropesa. En una terraza de la plaza de Tirso esperamos a Javier que viene cargado con todos los bártulos de motorista. Un tío enorme y seguro de sí mismo con quien vamos a pasar un agradabilísimo par de horas comiendo y conversando. De entrada el encuentro con Javier, no se lo digo, me recuerda un tiempo hace un par de décadas en que frecuenté las webs de encuentros, y en donde cada vez que quedaba con una mujer era un verdadero e interesantísimo enigma. Encontrarte con alguien de quien no sabes absolutamente nada, pero que estimas interesante, es una situación sumamente curiosa, de la que en general se sale con un muy buen sabor de boca. Aquello de las webs de encuentros terminé por dejarlo en el momento en que me encontré con alguien que satisfizo lo que por entonces buscaba, pero en términos generales, la propuesta de encontrarme con “desconocidos” o poco conocidos pero que adivinas o sabes que te une algo en particular, siempre me intriga. Y más todavía por mí mismo, que arrastrando como he arrastrado buenos ramalazos de timidez siempre, hace que me sorprenda viéndome cómo mi cuerpo responde a tales encuentros.

Lo interesante de estos encuentros, aparte de que enseguida surjan temas de interés mutuo, es descubrir cómo la vida, ese inapreciable bien de que disfrutamos todos los sapiens, ha brotado, brota, en otros sapiens, cómo la vida se ha expresado de tan diferente manera en unos y otros, cómo caídos desde la adolescencia en espacios políticos, religiosos, laborales, culturales diferentes, cada cual ha encontrado a lo largo de su vida su modo también distinto o similar de relacionarse con el mundo en esos espacios. Nuestro cerebro es más curioso que la leche, tanto posiblemente que si no hubiéramos desarrollado esa capacidad quizás ahora estaríamos viviendo en cuevas. La curiosidad, el interés por temas mutuos y, sobre todo el placer de saber, de escuchar, de conversar, de saborear una sopa de mariscos, una copa de vino en compañía, nos tuvieron allí hasta el momento en que otras obligaciones nos llamaron. Un muy grato encuentro y, seguro, la certeza de volver a venos pronto, esta vez en el monte camino de Cancho Gordo y con otros amigos.

Encuentro en Lavapiés con los locos del arte urbano. Y despidiéndonos con un abrazo tomamos la cuesta de Jesús y María rumbo a la plaza de Lavapiés. Y atravesamos la plaza y a mitad de Miguel Servet vemos de frente a nuestro hijo Guillermo acompañado por un nutrido grupo de estudiantes de instituto. Jo, vaya sorpresa. Son estudiantes de París que están haciendo el consabido safari graffitero por los murales de la zona. Guille, toda una autoridad en los murales del país y en la promoción y creación de éstos, hace visitas guiadas por la ciudad y es fácil encontrarse con él por distintas partes de Madrid donde los murales van vistiendo a la ciudad. Despedidos los estudiantes, unos minutos después ya estaba con nosotros, él y sus compañeras de curro Diana y Pilar.

Hermoso este trabajo que se buscó Guille hace ya muchos años contactando con artistas, promocionando espacios, gestionando con organismos y ayuntamientos la creación de murales a lo largo y ancho de España en calles, estaciones de metro, colegios y pueblos.

Todavía quedaría nuestro encuentro en el Cercanías con una anciana de preciosa cabellera cana con la que entablamos conversación, pero creo que por hoy es suficiente.




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