sábado, 25 de marzo de 2023

Benditas las tapias y sus jubilatas

 

Original de José Ruiz Vigueras (Polvo de Glaciar)


El Chorrillo, 26 de marzo de 2023

Admirado ando yo metido en un par de libros del lorquiano Ruiz Munuera, Toni para los amigos. Hace un par de días terminé con La luz del Yosemite y hoy si me descuido lo mismo empalmo la noche con la madrugada con Polvo de glaciar. Andaba con el libro de Pisón, La montaña y el arte, pero después de un par de horas he comprendido que la prolijidad y su pormenorizado recorrido por las pinturas de montaña de todas las épocas necesitan la compañía de otras lecturas con las que alternar. Pero antes me salté algunas páginas buscando el cine de montaña con la esperanza de resucitar en el capítulo correspondiente los trabajos de Leni Riefenstahl y Arnold Fanck, una magnífica producción fílmica de montaña que me entusiasmó hace años, pero como de momento no encontré nada allí, decidí cambiar de tercio y seguir con Munuera, no antes sin proponerme volver a ver en los próximos días alguno de aquellos films que entonces me entusiasmaron. Son estos: Storm over Mont Blanc (1930), The Holy Mountain (1926) y Luz azul (1932). Fue un descubrimiento esta mujer,  no sólo en sus películas de montaña, también en su documental sobre las olimpiadas, por ejemplo.

Hace unas semanas, charlando con Vinches y hablando de los libros clásicos de montaña, me decía que había pocos libros de calidad escritos por montañeros, calidad literaria se entiende, y yo, que estoy de acuerdo con él pero que gusto las historias de primera mano, le decía de libros como el de Hermann Bulh, Del Tirol al Nanga Parbat, que no son buenos literariamente, los leía, sin embargo, con muchísimo gusto. Recuerdo que cuando leí éste concretamente, todas las noches antes de dormirme y en la cama, fue un viaje tan vivaz y tan lleno de pasión que suplió con creces las deficiencias de escritura que pudiera tener. De todos modos cuando un libro es capaz de transmitir esta clase de sensaciones, ya podemos decir que ha cumplido largamente su cometido.

Los libros de Munuera son de otra clase, bien escritos, inesperados, sugerentes de mundos particulares sobre los que nadie escribiría pero que él explora con éxito. Me sorprenden estos pequeños retazos de la vida de las montañas y sus protagonistas; pinceladas, sugerencias, encuentro con pintores, fotógrafos, escaladores, todos entreverados en la variada urdimbre de la aventura y la montaña. Pequeños golpes de flash, estos con los que comienzo hoy, por ejemplo, en Polvo de glaciar. Cómo se puede hacer un capítulo con cuatro líneas, una llamada al 112, un mal amigo o una meada de los sherpas todos a una de la expedición de Hillary contra los muros de la embajada inglesa, es algo que me sorprende y me gusta. Una escalada de Míriam, un 7C, que enseguida mal supuse que era Míriam García Pascual, la de Bájame una estrella, y cuyo relato apenas tiene la longitud de una página. Nada del otro mundo… si no fuese porque Míriam es ciega. Las situaciones insólitas, la prolija escenografía de un fotógrafo, un escalador visto desde el interior del los protagonista, o la diversidad de los puntos de vista con los que arremete su relato son agua fresquísima para mí voracidad lectora de estos días que, después de pasar un par de jornadas varado en las arenas de lo que sucedió en el Congreso y en concomitancia con lo mal que disimulamos nuestro egoísmo en relación con la atención que damos a los ancianos, al fin se hizo de nuevo a la mar. Precisamente en este momento el Mediterráneo, junto a Munuera, sobre el peñón de Ifach, a cuyos pies la barahúnda de los turistas se tuesta al sol y lamen helados mientras dos septuagenarios escalan el diedro UBSA. Tommy, el Pudding, y Bryan, pertenecientes a esa generación de jubilados incombustibles, forman el contrapunto de la multitud de turistas que yace al sol más seguros que todas las cosas mientras no venga un terremoto a tragárselos. Desde arriba el mundo se ve pequeñito, las gaviotas alborotan alrededor, ellos apuran un buen trago de agua de sus cantimploras.

Pero no, creo que no voy a seguir leyendo.  Y cierro el libro y me quedo pensando: ¡benditos sexagenarios, septuagenarios, nonagenarios!, esos que tanto llaman mi atención, que sacan perlas de las paredes de granito, que calzan pies de gato, que frecuentan gimnasios –o no, como el amigo Portilla que no parece ni entrenar ni gustar de llevar casco, que una gorra de paño le basta para que no se le calienten los sesos– que siguen ahí como las aves retando el vacío mientras sus dedos tientan metro a metro la epidermis de la roca.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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