El
Chorrillo, 1 de abril de 2023
La
idea de la montaña como objeto erótico se corrompe cuando deseamos llegar a
todos los rincones con fotografías y vídeos, con los drones por ejemplo. El
erotismo nos seduce porque en él, en el adivinar, en el entrever, en el ir
descubriendo poco a poco la montaña, el paisaje, los torrentes se encuentra el
gozo, no en el hecho de conocer con pelos y señales las laderas y los picos que
tan pormenorizadamente nos sirven las nuevas tecnologías. Qué amante puede
desear menos que encontrarse la cruda desnudez repentinamente prescindiendo de
los ritos del acercamiento, de las yemas de las manos acariciando sobre un
vestido unos senos. Poco a poco la montaña se nos descubre, asoma por el ribete
de una enagua, por la comisura de unos labios.
Hace
tiempo escribí sobre la inconveniencia de los drones que tanta información y
nuevas perspectivas nos proporcionan sobre cordilleras y montañas concretas. No
recuerdo lo que argumenté entonces, quizás me incomodaba el dron sin saber muy
bien por qué. Hoy, que ando por el siglo XIX de la mano de La montaña y el
arte y contemplo cómo escritores, poetas, pintores y los primeros
montañeros entran por los valles de los Alpes descubriendo sus montañas, sus
glaciares y todo ese magnífico entorno que se yergue entre el Ródano y el norte
del Po, me vi sorprendido por la razón no esclarecida entonces de mi oposición
al exceso de información visual de todo tipo de montañas. Ahora sí estoy
convencido de que nos hacen un flaco favor quienes nos suministra pelos y
señales sobre aquellas montañas que queremos recorrer. No ha sido un hecho
consciente el que cuando he programado un largo itinerario por los Alpes o
Pirineos me haya negado a mí mismo hacer previamente el mismo recorrido sobre
el Google Earth, o incluso que me niegue a usar las guías y sólo me conforme
con disponer de un mapa o un track. Ahora sé que mi deseo lo que quería era
descubrir por sí mismo los perfiles de las montañas que quería recorrer, sus
formas, su atrevida verticalidad, sus ríos, sus bosques. ¿Por qué habría de
privarme de la gracia de “descubrir” por mí mismo, ese deseo esencial de todo
explorador, de aquellos que recorrieron por primera vez determinadas montañas?
Es obvio que por mucho que haga nunca será la primera vez, pero sí lo será para
mí, para mi curiosidad y capacidad de sorprenderme.
Las
sensaciones se asientan sobre sutiles circunstancias, y de parecida manera en
que hemos descubierto que lo importante no es la cumbre sino el camino, éstas
se nutren entre otras cosas de lo inesperado, la sorpresa, el repentino asombro
ante lo que se abre ante nuestros ojos cuando alcanzamos una cumbre o llegamos
a lo alto de un collado. No me sería difícil hacer un paralelismo entre los
juegos eróticos y la relación que tenemos con la montaña cuando ésta poco a
poco se va desvistiendo hasta mostrarnos su entera belleza. Quien lea esto se
puede imaginar ese proceso de descubrimiento de quien camina en un paisaje
montañoso que lentamente va tomando forma mientras el sendero trepa y trepa por
la ladera.
En el
campo del arte la sugerencia forma un lugar importante en la relación que tiene
el espectador con la obra. Hay quien gusta que un cicerone le dé mascado todo,
la historia, los significados de esta o aquella parte del cuadro, su
simbología, el porqué de un color o la actitud de un personaje. Nada que
objetar, pero para mí que en esas circunstancias el espectador se pierde una
parte considerable del placer que le puede reportar el cuadro que siempre,
creo, debería ser un viaje de descubrimiento, de exploración, de indagación, de
exposición de la propia sensibilidad al roce del ala de la paloma que suscita
nuestro encuentro con el arte.
Quizás
escribiendo esto pueda averiguar por qué el pasado verano cuando atravesando el
Plan des Aiguille en Chamonix, llegado a las cercanías de Montenvers apenas mi
emoción se conmovió cuando me encontré ante el espectáculo de
Y
transgredir el necesario paso de retirar el velo poco a poco, con delicadeza,
para llegar a la plena desnudez, desconociendo la relación que hay entre lo
bello y su encubrimiento, es tener en poco la consideración que el acercamiento
a la belleza merece; y con ello, por tanto, digamos, para seguir con el símil,
confundir el erotismo con la pornografía.
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