Robert Duncanson |
El Chorrillo, 3 de abril de 2023
Leyendo
el epílogo de La montaña y el arte me pregunto si al paisaje, que para
Martínez de Pison está compuesto por las montañas, los campos, los bosques, el
mar, más todas las creaciones con las que el hombre ha enriquecido su entorno,
la pintura, la música, la literatura, no cabría sumarle también el paisaje
interior de quien recorre los caminos, con lo cual obtendríamos un magnífico
tríptico en donde el todo del caminar estaría compuesto tanto por el entorno
cultural del recorrido y por sus aspectos físicos, valle, montaña, río, mar,
como por las vivencias de quien atraviesa el mundo a pie.
Las
montañas efectivamente están hechas en parte
con el cemento de la cultura, los escritores que han pasado por ellas,
las pinturas, los músicos, los relatos de los primeros conquistadores, Balmat, Whymper…
La cultura se añade a la desnuda roca, al bosque. Cuando seguimos itinerarios
en nuestros viajes que son propuestas de libros leídos, El Danubio, por
ejemplo, de Magris, y nos acercamos a visitar la casa que fue hogar de Hölderlin,
estamos en las cercanías de ese gran río que cruza Europa Central, pero
esencialmente estamos en la vida y obra del poeta. El paisaje, la ruta se hace
cultura, se enriquece y nuestra atención que es múltiple acoge junto al río y
su historia la de aquellos que lo recrearon. Leo que algunos escritores
recorrieron los Alpes siguiendo no específicas rutas de montaña sino yendo tras
los pasos de poetas y otros escritores que dejaron la impronta de su paso en
relatos que poco a poco han ido enriqueciendo el mundo de la montaña. Lo que
añade a la montaña la acción de los montañeros, sus escritos, la pormenorizada
mirada de otros que amplia y profundiza la nuestra, pasa de algún modo a formar
parte de la montaña.
Hay,
sin embargo, un elemento en este paisaje que creo que podría complementar el
concepto de paisaje que define Pisón. En aquellos inviernos en que recorrí
prácticamente todos los caminos de Santiago y en que tantas horas dediqué a la
lectura tanto caminando como en las largas estancias solitarias en los
albergues, no recuerdo yo que especialmente
estuviera motivado por aspectos culturales e incluso en muchos momentos
ni siquiera meramente físicos. En realidad mi caminar tenía parecida
consistencia a la del que busca un entorno especial para dedicar tiempo a la
meditación o a la lectura. Me era difícil pararme en lugares de especial
interés cultural relacionados con el Camino. Iba a lo mío. Eso sí, si hacía el
Camino Portugués leía a Saramago, Eça de Queiros o Pessoa, si en Galicia sacaba
de la faldriquera a Álvaro Cunqueiro y, por supuesto, haciendo el Camino de
Levante, llegado a
Lo
que quiero decir es que cuando caminamos y vestimos la saya de peregrinos o de
montañeros, ese nombre que tan poco se usa ya y que yo asocio a los pantalones
bávaros y a una mentalidad algo más romántica que la de la actualidad, el
caminante, según el humor y el estado de ánimo del momento, puede poner su atención
en muy diversos aspectos de la realidad que le rodea, que no es precisamente en
muchas ocasiones el entorno físico, que siempre, es cierto, estará ahí para
despertar nuestra admiración cuando la luz de la mañana o una liviana niebla lo
viste de candor y belleza, pero que cede con frecuencia su atención al mundo
interior del caminante, a la voz de la lectura que encerrada en el móvil te va
relatando una historia o leyendo un ensayo.
El
paisaje exterior y aquel otro interior del caminante o peregrino, forma en
ocasiones un todo de gran densidad en donde los tres elementos, el territorio,
que diría Pisón, el entorno cultural y el mundo de uno con sus pensamientos,
sus sensaciones y lecturas, se funden formando un magnífico todo. Un todo en el
que el peso de cada una de las partes varía constantemente al albur de las
circunstancias.
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