Rydal Water, 1786. Francis Towne |
La idea de grandiosidad inefable, algo que penetra dentro de nosotros con una suerte de sentimiento en donde lo agradable y el horror se mezclan o, en palabras de Martínez de Pisón, de «terrible alegría», y que de algún modo se relaciona con lo que Romain Rolland y Freud denominaron “sentimiento oceánico”, la sensación de ser uno con ese Todo que en el que en algunos momentos de especial sensibilidad en nuestras tantas horas de deambular por las montañas hemos sentido, fluye en estos momentos en las páginas que leo –La montaña y el arte– con una fuerza que me invitan a indagar en Internet en pinturas de pasados siglos el origen de este desbordamiento estético y de sentimiento de que habla el autor; poetas, escritores, pintores, músicos, fotógrafos que han ajustado el zoom de su mirada sobre montañas, lagos o bosques, decantando con su arte leves fragmentos que terminarán llevándonos al bosque encantado de nuestras montañas. De cara a la naturaleza salvaje, escribe Pisón, nace lo que Marjorie Nicolson ha denominado con justicia «la estética de lo infinito». Ese insaciable infinito de que se nutre nuestra pasión y nuestro anhelo. Hago un paréntesis para buscar en la web imágenes del pintor Francis Towne, concretamente, El nacimiento del torrente Arveirón, un motivo que la prolijidad de Internet me sirve también de la mano de Turner, esta vez en grabado.
Francis Towne. Las fuentes del Aveyron, 1781 |
La fuente del Arveron, 1816. Grabado. Turner |
No es cosa de todos los días el que en nuestras caminatas por las montañas surja esa sensación de infinita penetración que haga, gracias a las circunstancias que vivimos, del momento un estado de total plenitud. Existe un arco de situaciones diferentes en las que el caminante, ese escrutador de lugares remotos, escondidos rincones de valles y bosques, de cimas solitarias, experimenta sentimientos y sensaciones de inefable hondura que de ningún modo, creo, el artista puede llegar a reflejar del todo. Quizás un genio de la música… Cuando tienes que tragar saliva ante la grandiosidad de una tormenta que te ha pillado en una cota alta a la vez que el viento zarandea tu tienda a punto de llevársela por los aires y presientes ya que la fragilidad de la tela y la firmeza de los tiros van a resistir, y ya puedes respirar, masticar tu soledad y tu alivio tras ese fragor que se va alejando hacia otras montañas; cuando caminas bajo la lluvia con el cuerpo empapado como una esponja después de muchas horas. Quizás es de noche y el amanecer está cerca, acaso caminas antes del alba por las colinas de Galicia tras dejar atrás un albergue en uno de los Caminos de Santiago menos visitado; y el agua chorrea por la visera de tu capa de agua y las gotas de lluvia alumbradas por tu frontal parecen estrellas fugaces, y chapoteas al filo del alba en un torrente desbordado donde es inevitable meter las botas en el agua… y te sientes el más feliz de los hombres. Y dejas el torrente atrás y gritas de gozo; una voz en la oscuridad, un alarido de la naturaleza. El hombre, como las barbas de viejo en los troncos de los robles, como musgo cubriendo de terciopelo los pedregales, como la lluvia, la niebla, la oscuridad, el hombre y lo que le rodea parte de ese Todo que el momento exhala penetrando la madrugada de estupor ante la belleza del mundo que surge de cada brizna de hierba, del tronco de los árboles, del rumor del torrente, de la lluvia. O te has levantado, has recogido la tienda en medio de la lluvia y embutido en el plumas y metido bajo la capa de agua caminas en la niebla en algún lugar de los Alpes austriacos, una ladera que desemboca en la nada, y arrebujado en tus pensamientos explotas de gozo, gozo contenido mientras una pierna tras otra gana altura atravesando un nevero que rodeado como está por la niebla convierte la nada en una nada más profunda. Y sientes, sí, dentro de ti ese arrebolarse, ese sentimiento de plenitud, infinitud, mar, océano, infinita soledad, infinita dicha.
Quizás leer libros de montaña sea perseguir retales de esos retazos de plenitud que viviste en algún momento. Los que narran aventuras, por descubrir la íntima razón de ser de quien se aferra a ellas metro a metro para alcanzar la cumbre, por sentir de cerca ese sabor de la magdalena de un tiempo que algo fue el tuyo, por experimentar en la propia piel a través de los otros un porqué sin respuesta, ese afán ciego que te lleva hacia los bosques y a las alturas, esa sustancia que late dentro ti en el líquido amniótico de tu ser. Los que no narran aventuras, como este libro que tengo en las manos, tan prolijo y erudito, porque la obra de arte, siendo expresión de belleza y gozo por consiguiente, nos abre nuevas motivaciones y perspectivas para seguir insistiendo en la práctica de ese temprano anhelo que de tan jóvenes llenó nuestros sueños. Leo La montaña y el arte con la esperanza de encontrar en sus páginas retazo de mi yo, con que seguir alimentando mi propio gozo estético.
Al calor de las impresiones que suscitan mis propios recuerdos me surge una idea nueva, la curiosidad de que de mis años jóvenes de escalar no recuerde momentos tan cargados de plenitud como los que me han deparado en especiales situaciones las largas caminatas por Pirineos o Alpes, o incluso algunas caminatas invernales por los senderos de los Caminos de Santiago en tiempos en que las lluvias ininterrumpidas llegaron a alargarse hasta dos semanas consecutivas y en que cada mañana a las seis de la madrugada salía de los albergues en plena oscuridad y bajo la lluvia a encontrarme con los hados de la noche, meigas, susurro del viento, el alma vivísima instancia vibrando entra las sombras desnudas de robles y eucaliptos. Instantes, hay que decirlo, en que las montañas en sí apenas tenían presencia en mi caminar; como Tiresias caminando en la sombra, allí los elementos y la oscuridad eran el paisaje único de la madrugada, y sin embargo cuánta música salía de aquella soledad…
Acaso ni siquiera hay que marchar a las montañas para experimentar ese sentimiento oceánico, la estética de lo infinito, me digo. El poder de la naturaleza en sus momentos más íntimos, aquellos que proporciona el silencio, la soledad, la noche, para evocar en nosotros ese trozo de infinitud y de encuentro con el Todo y con nosotros mismos, es una experiencia inefable cuando las condiciones se conjuran con nuestra disposición de espíritu.
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