sábado, 3 de septiembre de 2022

Conflictos morales

 



El Chorrillo, 3 de septiembre de 2022

Anoche me costó dormirme. La tensión producida por la ascensión de Messner y Peter Habeler en la última parte de su ascensión al Everest sin oxígeno me tenía sobre ascuas y dejó mi sistema nervioso lo suficientemente excitado para que el sueño tardara en venir a mí. Hoy mientras hacía pereza en la cama antes de levantarme, mis pensamientos volvieron al libro, pero a una faceta de aquella aventura algo diferente que tendía lazos con otro asunto producto también de mis lecturas de la tarde anterior, en este caso un libro que escribí en el año 2007 tras una de mis travesías a los Alpes; su título, Montañas que me dais la vida, en donde hacía una larga reflexión sobre la vida de Henry James, un escritor cuyas obras admiro, en cuanto a su relación con el medio social imperante en aquella época. Henry James, escritor y crítico literario estadounidense, nacionalizado británico, nacido en 1843, vivió en uno de los momentos más odiosos de la explotación laboral de la historia. Dos años después de su nacimiento Friedrich Engels escribiría en su obra La situación de la clase obrera en Inglaterra lo siguiente: “Una multitud de niños y mujeres en harapos, tan sucios como los cerdos que crecen entre pilas de basura y charcos; (…) no hay ni desagües ni aceras; (…) charcos por todas partes; (…) el humo oscuro de las chimenas de las fábricas. (…) Suciedad y hedor incomensurables”. En 12 Bytes, de Jeanette Winterson: “Las viviendas eran pocilgas. El aire estaba muy sucio. La esperanza de vida estaba en los treinta años para los trabajadores de las fábricas que vivían en los suburbios. La gente llamaba a Manchester la Cloaca de Oro”. No fue hasta 1832 cuando se impidió a los niños menores de nueve años trabajar en las fábricas. No fue hasta entonces cuando se limitó a ¡cuarenta y ocho horas semanales el trabajo de los niños mayores de diez años! Este era el panorama humano en la Inglaterra de Henry James en la que el autor se movía y situaba a sus personajes, siempre en el más refinado de los ambientes.

Debo incluir aquí la reflexión que entonces hacía mientras caminando por los Alpes Austriacos me dirigía ya a las cercanas Dolomitas: … “Había estado leyendo un buena parte de la novela que trata sobre la vida de Henry James (The master, Colm Tóibín), y tenía la intención de reflexionar sobre esa clase social de escritores, artistas y gente de dinero que durante el siglo XIX parece que no hubieran tenido otra cosa que hacer que visitarse uno a otros durante toda la vida, hoy en Boston, mañana en Londres, al otro día en Venecia o en Florencia, más tarde en Roma o París. La beautiful people de siempre sin dar palo al agua de por vida, esa feria de las vanidades que tan bien retrata Thackeray, dedicada a comprar mansiones y objetos de arte que satisficieran los refinados gusto de esta élite. Salvo pocas excepciones, como la de Dickens, esta gente guapa puebla el noventa por ciento de la literatura del siglo XIX. Mi reflexión quería encontrar su lugar en el contraste que hay entre la vida de éstos y la realidad histórica del siglo, las luchas sociales, la explotación infantil y no infantil que trajo la revolución industrial. Es curioso que habiendo vivido Henry James en unos tiempos tan convulsos, donde tantos problemas sociales y tantas calamidades se vivieron, no aparezca en la narración absolutamente nada de ellas y sí, veamos página a página en dónde se centraban las grandes preocupaciones de estos personajes: casas, objetos de arte, el juego de las apariencias. Todos ellos muy sofisticados, pendientes de sus trajes, sus peinados, sus afeites, sus fiestas… Me encantaron los tres libros que he leído de Henry James, pero hoy, con estas ideas tan dispares en la cabeza tenía la sensación de que por la novela sólo se movían bandas de gilipollas, amanerados y estúpidos personajes que tenían envueltas sus vidas en un burbuja de jabón mientras el resto del mundo se partía la crisma o intentaba subsistir”.

En la expedición de Messner, en donde evidentemente dos clases sociales diferentes se encuentran, los sherpas y los bien situados económicamente occidentales –en Henry James podríamos hablar de la clase obrera descrita más arriba frente a estos cultos y sofisticados personajes a los que admiramos en sus obras, pero cuya moral selectiva me parece despreciable– ayer yo veía reflejado algo de ese tufillo clasista que deja el leer The Master. Messner, en un pie de foto alaba a los sherpas diciendo que sin ellos probablemente no habrían llegado a la cima, pero, mezclando churras con merinas, junto a la afirmación de que con el trabajo en la expedición se ganaron la vida para todo el año (Messner no habla de lo ridículo de las pagas de los sherpas en relación a los ingresos corrientes de los expedicionarios); junto a esa afirmación se afirma de inmediato que durante la expedición uno de ellos sufrió un ataque de apoplejía; tres perecieron de accidente; uno cayó a 50 metros de profundidad. Los médicos tuvieron que operar de fractura de cráneo a otro más. Al sherpa que cayó en la grieta ni siquiera se molestaron en un intento de rescate. Dieron por válida la opinión de otro sherpa de que sería inútil…  Y cuando leí esto pensaba que Messner se maljustificaba haciendo hincapié en la “infalible opinión” de un sherpa para quien probablemente habría sido también muy penoso intentar un rescate. ¿Habría sido igual la actuación de Messner y sus compañeros si el caído en la grieta hubiera sido uno de los expedicionarios? No, seguro que no. ¿Entonces?...

Messner, centrado en su objetivo, parece que dejara estas cosas como notas a pie de página. De las calamidades de los sherpas no sabemos nada. El libro se cierra con grandes ideas, con la expresión de una filosofía apasionante que hace de la vida algo terriblemente reconfortante, pero ni mu de los sherpas fallecidos. Hemos conseguido llegar a la cumbre del Everest sin oxígeno, eso es lo que cuenta.

No, no pretendo hacer una crítica. Es inapelable el hecho de que todos en mayor o menor grado vivimos con un puñado de contradicciones encima y me parece que es necesario de tanto en tanto saber qué vida y qué mundo vivimos. Días atrás leí en un muro algo de ese tipo de conflictos que se dan cuando en ascensiones de altura en el Himalaya alguien pasa de largo junto a otro que necesita ayuda. La obsesión por la cumbre, y también por qué no, las dificultades de atender a alguien a gran altura en situaciones complicadas, difieren el sentido moral de algunos, esconden la cabeza bajo el ala, y siguen para adelante, hacia la cumbre, que es para lo que están ahí.

¿Cómo frente a un charco de mierda como era el Manchester de mitad del siglo XIX podía Henry James escribir tan ricamente y vivir una tan sofisticada existencia? ¿Cómo es posible que tres sherpas muertos y dos gravemente enfermos apenas signifiquen nada en el ánimo de los vencedores del Everest, algo que queda ahogado por la euforia de la conquista?

C’est la vie?

Me dice un amigo esta mañana en un guasap que le gustaría dormir y despertar dentro de 100 años para ver si hemos sido capaces de solucionar algo en este planeta. Me temo que pese a la buena gente que hay en el mundo, y que seguirá habiendo, el futuro que nos espera no es nada halagüeño. El todopoderoso yo que llevamos dentro es difícil que pueda descender a nivel general a las profundidades de sus porqués para desde allí intentar establecer una armonía común. Messner termina su libro diciendo que espera encontrar continuamente nuevos sueños. Ojalá todos, sherpas incluidos, pudiéramos tener esa oportunidad.

 


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