El Chorrillo, 21 de agosto de 2022
Estaba repantigado en el sillón frente al ventilador
pensando si me incorporaba ya de una vez o no de la siesta, cuando en mi coco
saltó una chispa capaz de ponerme en movimiento. A veces las chispas saltan sin
que se encuentre realmente un fuego que las provoque… ¿? O quizás sí, no un
fuego exactamente pero sí parece que tenga que haber algo. Lo de la chispa, una
idea, un repentino sueño, la solución de un interrogante en este caso surgía de
la indolencia del final de la siesta.
Voy a ver si trato de encontrar los precedentes al título que
encabezaba el post, y que en principio trataba de relacionar la fatuidad con la
verdad con un rimbombante “De la fatuidad y la verdad”. Antes de comer había
leído un librito, quizás duraría su lectura media hora, titulado Poética del sexo, de Jeannette
Winterson, una autora que me había recomendado mi amigo el estrellero, aunque
para otro libro. Existen algunas “poéticas” que han alimentado mi yo lector en
diversas épocas, las principales corresponden al filósofo iluminista Gaston Bachelard,
que con sus Poética del espacio y Poética de la ensoñación, infundieron
en mí un gran deseo de profundizar en los estados del Alma, en la verdad que
somos cuando el bullicio del mundo queda lejos y podemos sondear la esencia de
lo que somos. Esta tercera “poética”, de Winterson, aunque breve, dejó su
pequeña impronta de bienestar en mi ánimo repentinamente consciente de que la
verdad que habita en uno no es muy diferente de la otra verdad que recorre las
fibras nerviosas de los otros. La sexualidad que vive en nosotros impetuosa y
plena de ternura, salta así en una de las páginas de Winterson: “Fui yo la que
dio el primer paso. La cogí de la coleta como un héroe agarra a un caballo
indomable. Se quedó desconcertada. Cuando se volvió para mirarme, besé su boca
de rubí y tomé una muestra de sus ojos, azules como el mar”. Nuestro yo batiéndose
siempre en busca de la verdad profunda que somos.
El segundo precedente viene de una entrada de José Mijares
que ayer en su muro festejaba, como cada veinte de agosto, la ascensión solitaria
y sin oxígeno de Reinold Messner al Everest. El amigo Mijares, que además de
amante incondicional de la aventura es poeta, comparaba la emoción que le
provocaba contemplar a Messner en la cumbre en aquel lejano agosto, con aquella
otra de la visión de la bella Simonetta con su cabello rubio al viento un día
de primavera. Me sorprendió muy agradablemente esta bella comparación de la
imagen de Messner en la cumbre del Everest con aquella de la musa de Botticelli,
dos mundos bien distintos pero que fraguan en la misma frecuencia en el ánimo
de quien contempla ambas imágenes. Para José la primera es una pieza de arte
del alpinismo de todos los tiempos, algo totalmente irrepetible porque falta el
genio y el compromiso absoluto con la verdad, escribe.
La verdad, qué difícil en el mundo en que vivimos seguir
su rastro, la verdad de lo que somos, la verdad de lo que queremos, la verdad
de lo que hacemos. Poseemos bienes capaces de forzar lo mejor que tenemos como
personas y los echamos a perder, tenemos el tesoro de la sexualidad y
convertimos a ésta en pornografía; tenemos las montañas y sus retos donde
expresar también lo mejor de nosotros y convertimos a éstas en expresión de una
cabalgante fatuidad donde pisar una cumbre nada tiene que ver con ese
compromiso con la verdad de que hablaba José. Mercaderes del sexo y de la
montaña que, acorde con los tiempos que corren, hacen de la vida una mentira
porque acaso estar a la altura de la verdad requiere de una nobleza y una
sinceridad que nuestros tiempos difícilmente son capaces de promover.
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