El
Chorrillo, 6 de mayo de 2022
Cuentan
que a Diógenes, que sostenía que “todo puede conseguirse con esfuerzo, incluso
la virtud” y que vivió una intensa vida hasta el final de sus días a los 89
años, siendo ya muy mayor una vez le preguntaron que por qué no dejaba la
filosofía y tantos esfuerzos y no se dedicaba a una vida de tranquila
contemplación. Éste contestó con otra pregunta: ¿crees tú, dijo a su
interlocutor, que alguien que ha emprendido una larguísima carrera en la que ha
empleado años de esfuerzos puede quedarse a pocos metros de la meta sin
intentar llegar hasta el final? Este breve parlamento, que me contaba esta
mañana Victoria mientras aclaraba el bancal de las alcachofas a la vez que oía
un podcast dedicado a Diógenes, enseguida me hizo caer en la foto que el día
anterior había encontrado en el perfil de Carlos anunciando que probablemente
el día nueve podrían hacer un nuevo intento a la cumbre del Dhaulagiri.
La cita
le viene a Carlos, y a todos los que vamos cumpliendo muchos años, que ni de
perlas. Es lo que viene diciendo y practicando este hombre desde que se jubiló.
No parar ni un segundo hasta el mismísimo momento en que uno se dé de narices
con la línea de meta, ese instante en que dejaremos de existir. Perfecto. Preciosa
idea para tatuar en una parte muy visible del alma, que podamos leer en cada
momento cuando tengamos la debilidad de querer abandonar. A mí siempre me llamó la
atención esa gente que corría maratones. Durante años miré de reojo esa
actividad, algo que en realidad me pillaba lejos porque la montaña satisfacía
todas mis necesidades físicas. Sin embargo, mediada la cincuentena, un día me
puse los deportivos y sin apenas preparación, tan solo con la que me daba la
práctica de la montaña, me apunté a uno de esos maratones. Fue la leche
aquello. Un puñado de veces estuve por abandonar, agotado, incapaz de dar un
paso más. Si no caí desplomado fue por puro milagro; la última cuesta antes de
llegar a las cercanías de la meta en el paseo del Prado absorbió el último ápice
de mis esfuerzos. Pero,¡Dios! cuando pisé la línea de meta, cuando al fin caí
sobre el césped, exhausto, incapaz de dar un paso más. Conservo el recuerdo de
aquellos instantes como en un relicario; mi felicidad era tan grande, tan
inmensa que desbordaba todas las células de mi cuerpo. Después corrí otros
maratones más y las sensaciones siempre fueron similares.
Bien,
¿y si trasladamos este símil a la vida? Si la vida fuera un larguísimo maratón
y los últimos kilómetros de ella fuera lo que estamos viviendo y llegar a la
meta fuera el último instante de nuestra vida, el gozo de alcanzar el final sin
haber cejado en el esfuerzo, esa cuesta de Atocha que a mí se me hacía
insufrible en los últimos kilómetros y que superada la misma me dejó sobre la
meta, sobre la felicidad de haber superado mis propias debilidades alcanzando
al fin ese instante de gozo en donde todos los esfuerzos concluyen y lo mejor
de nosotros se concita en un canto a la vida, en un adiós definitivo satisfecho
y orgulloso de sí.
Alma de
artista. Esta es la idea que me sugería esta mañana al contemplar el rostro de Carlos. Un rostro y una mirada que hablaban de su voluntad, su fuerza; en fin, todo
eso que admiramos en él puede ser tan repetitivo que no sé siquiera si
intentarlo de nuevo. Pero algo, algo tengo que decir porque es que volviéndome
a tropezar con esa mirada de octogenario, que irradia felicidad, eso me decía mi
amigo Jorge cuando le envié anoche la imagen, lo que sucede es que verle despabila la
mirada y el espíritu de quien la contempla. Le decía a Carlos en un comentario,
que me voy a guardar esa foto y la voy a colocar en algún lugar visible
de casa para que me recuerde qué es lo que hay que hacer con la vida cuando uno
se va haciendo mayor.
Bueno, pues esta tarde he agrandado la foto, le he dado al
zoom y me he quedado con la imagen entre el flequillo y el mentón ocupando toda
la pantalla del ordenador. Perfecto para hablar con una persona y saber de él.
Lo tienes ahí con su media sonrisa, con esa tranquila sencillez con que hablan sus
ojos, ojos esperanzados que han hecho de la vida un campo de batalla consigo
mismo, un amante que se niega a prescindir de los favores de su amada de
siempre, y ahora sí, hasta que la muerte nos separe. Cojones como los de
Espartero; sencillo, humilde, fuerte, buena persona, incombustible, con una
voluntad de hierro… qué más se le puede pedir…
Días atrás David de Esteban hacía un comentario a un post
anterior mío en estos términos: “Me asombra, me abruma y hasta puntualmente me
emociona, contemplar la complejidad humana y la de la naturaleza”. David situaba
su comentario en el contexto de una ordenada complejidad impulsada por una
inteligencia creadora a la que se ha llamado Dios, pero estando o no de acuerdo
con él en esto último lo que sí recojo vehementemente de su comentario es esa
capacidad de asombro que contemplar la complejidad humana produce, y con ella
las posibilidades que el hombre puede desarrollar en sí mismo y en su relación
con el entorno. Seres vivos cuya creciente complejidad hace posible que éstos puedan
hacer de sus vidas un consumado arte. Y es que en esta ocasión percibía la
figura de Carlos con un matiz que acaso antes había pasado por alto, y que
ahora se me aparece con plena claridad, es decir, su condición de artista. Para
Efectivamente, hay quien hace arte con la música, otros lo
hacen con los pinceles, el escoplo o el cincel, o la fotografía, pero también están los que
hacen arte con su propia vida. Y ya puestos, ¿no será acaso este arte el cometido
más rentable y hermoso de cuantos nos podamos proponer en este dichoso caminar
por el mundo? Hacer de Pigmalión de uno mismo, llegar exhausto a la meta, pero
feliz como un niño chico.
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