El Chorrillo,
3 de marzo de 2022
De
entre todos los almendros que crecen en nuestra parcela el que está situado
frente al cuarto de estar es el más hermoso. Es un agradecido espectáculo
cuando a mitad del invierno empiezan a brotarle las primeras flores; de
repente, en unos días en sus desnudas ramas, como si una fuerza interior
hubiera estado reprimida en su ser, empiezan a aparecer en sus ramas, primero
tímidamente y enseguida en una eclosión repentina, unas espléndidas flores
blancas con un débil tinte rosado que sugieren una intemporal nevada depositando
en sus ramas grandes copos blancos. Es un hermoso ejemplar que nació allí por
iniciativa propia frente a la casa en un campo que cuando compramos la parcela
era un erial en medio de las cebadas y los trigos. Plantamos unos pocos árboles,
sembramos algo de césped, instalamos un sistema de riego y después, al calor de
la humedad, la parcela se fue llenando espontáneamente de árboles que crecieron
a su aire y que en unos pocos años atrajeron a los pájaros, a los a los erizos,
a alguna culebra, toda esa fauna que se crece al amparo de la humedad, pero
sobre todo árboles proveniente de semillas que acaso habían traído los pájaros,
moreros, laureles, ligustros, almendros, higueras, palmeras, olmos, álamos, un
níspero; un melocotonero que nadie plantó. Es increíble la cantidad de plantas
foráneas que pueden crecer en una parcela a la que no le falta el agua.
Ah,
pero me olvidaba del visitante más agradecido de todos tras la floración de los
almendros, los espléndidos prunus, que acaso son descendientes directos de un
ciruelo silvestre que plantamos nada más llegar. Crecen espontáneamente y con
tal proliferación que es necesario desarraigar todas las primaveras un montón
de ellos. Si no hiciéramos esta limpia
con los olmos, las acacias y los moreros que tan abundantemente germinan, esto
se convertiría en una selva. De todos modos con los ciruelos hago bastantes
excepciones, me da pena destruirlos porque siempre tengo en mente el placer que
nos proporcionan sus ramas, que tras la floración de los almendros, cuando
estos ya empiezan a perder sus flores dejando el pie de sus troncos como si
realmente la nieve se hubiera postrado a sus pies, irrumpen por cada rincón de
la parcela llenando ésta con la belleza de nuevas flores precisamente en mitad
del invierno, lo que te hace pensar que se han equivocado de estación.
Hay
culturas como la japonesa que aprecian muy especialmente toda esta fiesta que
almendros y ciruelos silvestres organizan cada año en el campo y las ciudades. La
pintura y el cine japonés dan frecuentemente cuenta de ello. En Los sueños de Kurosawa tienen una parte
relevante, pero es frecuente también verlos en el cine actual como fondo de una
población que comparte una afiebrada vida urbana y laboral con la sensibilidad de
los viejos poetas. Citaba precisamente el otro día aquí a Basho: “Haz como yo y
compréndeme ciruelo silvestre, nadie me conozca salvo tus flores”.
Toda
esta eclosión son el tributo de belleza que da esta tierra en esta época. Tributo
gratuito y generoso al que vemos despertar cada año en los bajíos, allá en lo
hondo, desde nuestras ventanas, al otro lado de los brotes tiernos de las
cebada, un pequeño valle que lleva el nombre de Valdespino o de
Este
año no fue diferente a los otros. Empecé a ver los almendros en flor en los
primeros días de enero mientras me dirigía de una montaña a otra de Levante. Y
más tarde, cuando mi ruta derivó hacia el sur buscando las montañas más altas
de cada provincia, ya fueron kilómetros y kilómetros de almendros por todos los
lados, almendros que se agarran incluso a las altas laderas de las montañas,
como en la sierra de Aitana, en Alicante. Así que cuando llegué a casa después
de mi periplo montano, en casa todos los almendros habían salido
definitivamente del invierno y reventaban de color.
No hay comentarios:
Publicar un comentario