martes, 1 de marzo de 2022

El sabor de la magdalena

 



El Chorrillo, 2 de marzo de 2022

Marcel Proust recreó en Por el camino de Swann, primer volumen de En busca del tiempo perdido, uno de esos momentos de la infancia en que todas las circunstancias que te rodean contribuyen a hacerte feliz, una felicidad que después burbujea en el alma del adulto durante toda la vida recordándote lo feliz que fuiste en aquel instante. El sabor de la magdalena es el recuerdo de la expectativa de que la madre venga a darle un beso de despedida y las buenas noches, es el recuerdo de las magdalenas recién horneadas de la infancia que muchos años después, cuando Proust las vuelve a bañar en el té caliente de su desayuno, resucita inesperadamente los momentos más gratos de la infancia. El término se ha hecho tan universalmente conocido que actualmente en psicología tales sensaciones llevan el nombre de efecto magdalena de Proust.

Rememorar inesperadamente, como a quien le viene el olor a café mientras pasea por una calle de las islas griegas, un olor, unas circunstancias agradables, produce un efecto siempre sedante para el sujeto que tiene la suerte de revivirlo. Ahora mismo mientras escribo esto recuerdo precisamente uno de esos días. Volvía yo de un largo viaje y decidí pasar unos días en la isla de Rodas. A la mañana, cuando salí a darme una vuelta, lo primero con lo que tropezó mi olfato fue precisamente con un rastro de café que inundaba la calle. Fue un instante muy especial. Media hora más tarde me senté junto a la orilla del mar y escribí unos versos que comenzaban así:

La calle huele a café
colgada de su lienzo
se recuesta una mujer
como vencida de sueño.
La calle huele a romero
La calle huele a café
mis recuerdos tristemente a espliego.

En aquella ocasión el olor a café se asoció con un recuerdo, éste con la nostalgia, y poco faltó para que a la mañana siguiente comprara un billete de avión de regreso a Madrid para reencontrarme con mi conflictiva alma gemela.

El café, el olor del cuero de la pelliza de mi abuelo con el que también me tropecé en un lejano viaje, la memoria que va de un lado para otro de la vida  e inesperadamente se encuentra con un rincón encantado que conecta con tu infancia, con un amor que tuviste, con un manojo de sensaciones que duermen apaciblemente esperando que “algo” las despierte. Oriente es un lugar muy propicio para despertar sensaciones, especialmente sensaciones olfativas. El ambiente pastoso y húmedo parece retener nuestra sensibilidad que, agobiada por el calor, intenta bajo el ventilador buscar escape en la nostalgia; ese deslavazamiento en que te sumerge el calor húmedo y el débil olor acre de los pequeños hoteles de la India termina por resucitar algún día al contacto con una imagen, el humo de una barrita de sándalo.

Quizás lo que me sucedió a mí esta mañana fue algo de eso. Recordé una pequeña habitación de Sri Lanka, una amiga con la que viajaba, el sopor de la hora de la siesta, las aspas del ventilador dando vueltas por encima de nosotros, y de golpe se me arrebolaron las sensaciones. Tienen el mucho frío, el mucho calor, la acuosa humedad de algunos lugares por los que viajas, una curiosa calidad de convocatoria que supera con mucho a la situaciones corrientes a la hora de ser recordadas. Una mañana de intenso frío bajo el volcán de Parinacota a cinco mil metros de altura en que todo había quedado congelado durante la noche, el calor aplastante de una caminata por el desierto de Atacama o Chinguetti, o el frío entumecedor dentro de una grieta a cuatro mil metros de altura en los Alpes, acumulan muchas más posibilidades para una memoria agradecida que otros momentos de menor tensión.

Con las fotografías que voy acumulando al cabo de los años uso un sistema de identificación al que se añade según su calidad dos, tres o cuatro Bs, de manera que cuando quiero acceder a las mejores fotografías del año me basta poner en el buscador BBBB para encontrar las mejores imágenes. De la vida no se puede hacer algo similar, entre otras cosas porque la memoria tiene un ritmo caprichoso, pero tenemos sin embargo ese detector llamado magdalena de Proust, que, aunque trabaja aleatoriamente convocado por inesperadas apariciones que nos hacen conectar con otros momentos del pasado, es sumamente gratificante cuando hace su aparición.

Bueno, después obviamente hay otra clase de magdalenas cuyo sabor no deja de ser para el recuerdo y la imaginación un motivo de agradables reencuentros. Apuesto a que los habituales censores del medio me dejan en esta ocasión sin imagen de presentación.


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