martes, 1 de marzo de 2022

Junto a la chimenea

 

Acrílico original de un servidor

El Chorrillo, 1 de marzo de 2022

Días atrás, que me dio por resucitar tras una reencarnación y media, y nunca mejor dicho porque la cosa estaba más muerta que el propio Lázaro, la vieja afición a la pintura, una de las primeras ideas que me vino al coco, fue la de intentar dar forma plástica al mundo que me rodea. Tarea extremadamente difícil para quien parte prácticamente de cero, pero que después de unos pocos días de prueba, algunos dibujos, una breve cita con la acuarela y de enterarme de qué iba eso de la pintura acrílica y hacer un par de cosas con ella, me empezaron a revolotear tantos pajaritos por la cabeza que comencé a sospechar que esto, que hasta entonces no me lo creía, quizás estuviera yendo en serio. Si algo va en serio es que te lo crees, y cuando te crees firmemente algo, o casi, que tampoco hay que exagerar, quiere decir que ya tienes la mitad del camino hecho.

Cuando uno pasa de los setenta a veces suceden cosas extraordinarias. Una de ellas, y que uno descubre tarde o temprano cuando ha ingresado en esa feligresía de los septuagenarios, es que quizás por primera vez en tu larga vida encuentras que al fin estás preparado para vivir. No, antes no, usted perdone, antes uno cree que está preparado, pero na de na, naranjas de la china, que decía mi madre. Y es que cuesta un huevo y parte del otro aprender a vivir. Hay conocimientos que por mucho que estrujes la masa gris del cerebro, vamos que no, que la cosa no va de estrujar ni de dar vueltas a los asuntos en la sesera, que lo que sucede es que hay que cumplir muchos años, cumplir muchos años y no ser un puro imbécil, como ese tal Casado, pongamos por caso. Después de eso, lo único que hay que hacer es sentarse a la puerta de casa y contemplar todos los atardeceres del año, o salir por ahí al campo a solazarse con lo que a uno le sugiere el firmamento, que es un sujeto muy muy elocuente y dice cosas muy sustanciosas al oído. Vamos, en una palabra, estar al loro.  

La verdad es que esto de llevar un diario es algo muy interesante, y no porque uno tenga algo de narciso, y no hablo de un tal Narciso que tenía ciertas conexiones con la divinidad y del que tuve que huir pies pa qué os quiero; algo, digo, porque tan malo es no tener nada como mucho –si estuviera aquí mi amigo Cive seguro que nos lo ponía en latín– in medio consistit virtus–, sino porque llevar un diario alivia la endiablada ganas de hablar que acosa a algunos. Tienes ganas de hablar, exponer una idea, reírte de ti mismo y ahí mismo encuentras la diversión. Agarras el teléfono o el pc y ya tienes interlocutor hasta las tantas de la madrugada.

Bueno, pues es que yo, después de haber organizado una fogata en la parcela de mil demonios con los rastrojos de todo el invierno, estaba tan tomado por las ganas de seguir pintando, a ver si salía algo o no de esa idea que me bullía por dentro, yo mismo recogido al calor y a la caricia del fuego de la chimenea, que me he pasado la tarde pintando hasta la mismísima medianoche. Y tan excitado me ha dejado la terminación del cuadro, tan excitado que yo mismo casi no me podía creer que eso lo hubiera hecho yo –de narcisos hablamos, y no precisamente de los que han brotado en nuestra parcela hace un par de semanas–, que he perdido el sueño, lo que me incita a hablar con el único interlocutor que tengo a mano a esta hora, es decir, mi diario.

Y de lo que quería hablarle era de lo que estaba pensando, que no era otra cosa que la sensación de que los humanos estamos mal hechos, muy mal hechos. Un potrillo nace y al poco ya está corriendo de un lado para otro, de bóbilis bóbilis en pocos días ya sabe de la vida todo lo que necesita saber, mientras que nosotros, según he descubierto personalmente esta mañana mientras quemaba los rastrojos, necesitamos no menos de setenta años para saber dónde tenemos la mano derecha; que se te va la vida en mamandurrias y sólo tardíamente empiezas a saber de qué va la cosa. Porque mira que descubrir a los setenta y tres, muy de camino de los setenta y cuatro, que uno podría haberse ganado la vida de pintor en vez de estar currando durante cuatro décadas... En fin, que se llega tarde a tantas cosas que la impresión que se tiene es que esta vida es sólo la preparación para otra vida, la real; algo así como que la palmamos para convertirnos en crisálida y salir posteriormente del capullo dispuestos entonces a vivir la gran y verdadera vida… eso si por el camino no hemos perdido los conocimientos aprendidos durante siete décadas.

En fin, no sé, estoy hecho un lío. Yo en realidad lo que quiero es seguir aprendiendo. Eso de aprender es una cosa linda, y, claro, si naces otra vez con todo aprendido, pues vaya jodienda. De momento como no estoy seguro de reencarnarme, por mucho que le haya prometido al amigo Toti volar en parapente con él en la siguiente reencarnación, lo que voy a hacer es aprovechar lo aprendido y aplicarme con eso de la pintura para, en compañía de la escritura y alguna que otra afición más, hacer más interesante y entretenido el tango de la vida. Así, a la espera, ya tengo un saco de ideas a las puertas del zaguán. Sólo queda afinar con eso del dibujo y los colores, que no hay manera de encontrar la mezcla adecuada en cada momento, que si la encuentro se me olvida enseguida y tengo que andar mezcla que te mezcla hasta volver a dar con el color que necesito.

Quizás pasar las largas noches de invierno frente al fuego de la chimenea sea unos de esos momentos que quisiera recordar en todas las reencarnaciones habidas y por haber, a fin de que nunca me falte un fuego que acompañe mi vida en ellas. Una gran cosa sin la cual los inviernos serían un triste remedo de lo que hoy es el instante más acogedor del día.

El invierno, la lluvia, el frío, el silencio, la oscuridad, la paz de final de la jornada, la música, una película, il dolce far niente junto a la caricia del chisporrotear del fuego en el ánimo componen un cuadro demasiado bonito para que uno se olvide de resucitarlo en la otra vida.


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