El
Chorrillo, 20 de febrero de 2022
Me
despierto, abro los ojos, una explosión
de belleza ocupa el hueco de mi ventana: cinco ciruelos en flor. Las flores,
copos de nieve sobre el azul del cielo, han invadido mi despertar desde hace
días ocupando todo mi ángulo de visión cuando comienza mi jornada. Mi capacidad
de asombro estaba quizás adormilada porque ha sido esta mañana al abrir los
ojos que he sentido vivamente como un punzazo ese repentino despertar a la vida
en las ramas de unos árboles que pocos días atrás dormían lo profundo de un
sueño; desnudos, confundidas sus ramas con la rigidez de la muerte, dormía en
ellas algo, lo llamamos vida, que despertando, sacando de su interior el
recóndito hálito que la especie ha insuflado en sus células como soplo divino,
ha derramado por sus ramas toda una orquesta de color y de canto a la existencia.
Ah, y a sus pies, como aquellas hogueras que los centinelas de Agamenón
encendían en las montañas para anunciar la llegada de su señor procedente de
los campos de Troya, los narcisos, inhiestos desde hace un par de semanas sobre
los pies de los ciruelos, anunciadores de las primaveras en nuestra parcela, un
milagro más, se yerguen sobre la tierra como animando a todos los durmientes de
la parcela a despertar. Y a su lado, los lirios, los crocus, los tulipanes y
los jacintos, perezosos ellos todavía, duermen; no así las camelias que ya
despertaron también y lucen dos grandes flores de intenso bermellón entre sus
hojas.
El
asombro. Encendí el teléfono y enseguida el dindón de un guasap sonó en su
interior. Un amigo maestro ha construido unos semilleros con sus alumnos, los
han llenado de tierra, han depositado en ella diferentes tipos de semillas, las
han cubierto con una fina capa de mantillo y se han puesto a esperar. Ahora,
desde hace semanas, profesor y alumnos, cada mañana nada más llegar al colegio rastrean
con la mirada la superficie de los semilleros. Están algo nerviosos. Han
cavado, han preparado un pequeño rincón del patio para convertirlo en huerto y
ahora la impaciencia les inquieta. ¿Será verdad que de esos pequeños granitos
vaya a nacer una planta, una hoja, un pequeño matorral, más tarde unos tomates,
unos calabacines, unos pimientos? ¿Quién puede creer que una cosa así pueda
suceder? Porque sería como si surgiera algo de la nada. ¿Se producirá el
milagro de verdad? De ahí la expectación. Vivimos a diario de milagros, pero
como niños mimados que tienen todo a su disposición sin preguntarse nunca por
la procedencia de lo que tienen, de lo que les alimenta, visten o calzan,
apenas somos conscientes de que toda vida es un milagro.ç
Ayer
noche arreglaba unas fotos que tomé días atrás en la sierra de Aitana, en
Alicante, un atardecer y amanecer excepcionalmente hermosos que se desarrollaron
frente a mi vivac en una de aquellas cumbres. Ver aparecer aquellas imágenes,
asombrosas también en su belleza, despertaban anoche mi asombro, asombro de que
yo estuviera allí en aquel instante, pero sobre todo asombro por el milagro que
la luz, las montañas, el sol, la lejana bruma recogida ruborosa en sus valles,
producían en ese instante. Gustar la afición de la fotografía te sensibiliza
más frente a estos milagros. Enseguida tomé algunas copias y se las envié a dos
amigos, uno de ellos amante y frecuentador de aquellas montañas. Me contestó
enseguida: “Los atardeceres de la montaña alicantina son sublimes”. El otro,
un amante de la pintura. Paco me contestaba
hablando de ese milagro que es la luz y que tan difícil es captar en un cuadro
o una fotografía. Y me hablaba de la película de Victor Erice, El Sol del
Membrillo, sobre la pintura de Antonio Lopez tratando de captar la luz de
un membrillero y la dificultad de pintarla. Cuántas veces contemplando las
luces del crepúsculo quedamos absortos ante el espectáculo, casi incrédulos de
que tanta belleza pueda acumularse en el espacio de unos minutos…
Asombro
de la vida, de las flores de los ciruelos y los narcisos, de las montañas y su
espléndida belleza, pero acaso no hay mayor asombro que el que nos embarga
cuando vemos surgir la vida, asombro, incredulidad cuando se gesta la vida de
un ser humano, un animal, una planta. Asombro un día de estos, tras el fin de
semana, el de los alumnos de mi amigo cuando lleguen al colegio, vayan
inquietos hacia los semilleros y se encuentren sobre su superficie unas débiles
manchas verdes, un trozo de vida surgiendo en la superficie cálida del
mantillo.
Asombro,
milagros que rodean nuestras vidas y que hoy, recordando también yo a mis
alumnos alrededor de otros semilleros, revivo con la candidez de una admiración
que, pese a los muchos años que uno tiene, se muestra intacta porque pese a
todos los descubrimientos científicos que la humanidad ha ido acumulando,
hechos que son de razón no consiguen todavía desbancar el asombro y la incredulidad
que el surgimiento de la vida produce en nosotros.
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