jueves, 6 de enero de 2022

Los zapatos de Yolanda Díaz

 



El Chorrillo, 7 de enero de 2022

 

Mirando esta noche en la oscuridad el fuego de la chimenea pensaba que esto de existir tiene su gracia, pensar, sentir calor, poder escuchar el chisporroteo de las llamas, incluso el poder oír me parecía un regalo. ¡Qué cosa tan curiosa se me presentaba el hecho de ser un ser vivo! Vivo está el gato que duerme a mi lado en el sillón próximo. Él duerme muchas horas, él me pide entrar en la cabaña después de la cena y, ya sea en mi regazo o en el sillón, a veces duerme hasta más allá del mediodía. Yo duermo menos, pero no hago cosas muy distintas cuando me da por no hacer nada, sí, leo un libro, enciendo un aparato que tengo sobre la mesa en cuya pantalla me asomo al mundo, trajino aquí o allá en la parcela, preparo la cena, leo, pero también Mico caza y se zampa alguna paloma o un conejo, o se sienta sobre el tejado de la leñera a contemplar el atardecer, o viene a que le haga carantoñas. Así transcurre su vida.

Nosotros somos más sofisticados, pero en esencia no somos muy diferentes a ellos. Por ejemplo ahora mismo ha saltado del sillón al suelo y ha venido a ver si le permito estar un rato entre mis brazos. Ha saltado, se ha subido a mi regazo entre el teléfono y el pecho y ahí anda con su hociquillo acariciándome e invitándome a que yo también le acaricie. Tan sumido está uno en asuntos de toda índole que olvida esa curiosidad tan grande que es vivir; claro, del mismo modo que no somos conscientes de nuestra respiración hasta que nos falta. La compleja máquina del cuerpo no necesita de nuestros cuidados. Ahí está el corazón día y noche bombeando sangre, el cerebro inquieto yendo de un lado para otro incluso cuando estamos durmiendo; todas esas sustancias que aparecen en una analítica y que nos dicen de la regularidad con la que el cuerpo cumple su función de mantenernos vivos. Anteayer sin más que fui consciente de que la saturación del oxígeno en la sangre puede ser determinante para que eso que llamamos la vida deje de serlo si sus valores disminuyen drásticamente.

Pienso en lo divertido que podría ser abrir los ojos una mañana y no tener conocimiento alguno, como quien mete su cerebro en la lavadora y todo lo que pudiera haber en él desde el momento de nacer se fuera por el desagüe, abrir los ojos y encontrarte con seres que andan, que van subidos en unos aparatos con ruedas de un lado para otro, u otra cosa más curiosa todavía, ver como yo el otro día en el periódico, a una mujer subida en unos zapatos de punta, una tal Yolanda Díaz, andar elegantemente metida en un llamativo vestido rojo camino del Congreso de los Diputados. Claro, un cerebro recién horneado, todo él tierno y sin un conjunto de referencias, tendría muchas dificultades para organizar lo que llegara a sus sentidos y darles un significado, pero ahí precisamente es donde a mi curiosidad le gustaría escarbar, porque si las cosas, las costumbres, los hechos tienen un significado es porque ese significado se ha ido abriendo paso, se ha ido formando en nuestro cerebro de una forma concreta y no de otra.

Pero ¿por qué precisamente ese significado prevalece y no otro? Llegar a través de una serie de causalidades hasta el hecho final tal como lo vemos, una señora ministra sin más haciendo equilibrios sobre unos zapatos de punta, cuando bien podría ir calzada con unas cómodas pantuflas, requiere en la mayoría de los casos, ahora que sé que no soy precisamente un gato, pasar por una larga cadena de convenciones asumidas, relacionadas en un caso con un producto social que llamamos elegancia, relacionado con la repercusión que tiene ir vestido de determinada manera, tiene que ver con la disposición que las hembras del homo sapiens sapiens tienen de aparecer guapas y atractivas ante sus otros congéneres, tiene que ver… eso, un largo etcétera. Un largo etcétera que se ha ido construyendo a niveles diferentes, como se construye una catedral, cimientos lo primero, sobre lo que posteriormente se irá añadiendo ladrillo a ladrillo, sillar a sillar. Así nuestra cultura, nuestro modo de ver la realidad, nuestra manera de relacionarnos, las ideas que han ido sustentando a la humanidad desde que bajamos de los árboles. La civilización como un enorme edificio que ha ido ajustándose, según se iba construyendo, a las formas de pensar y sentir de generaciones y generaciones y que en unos momentos en la cultura cretense han llevado a la mujer a llevar las tetas al aire, en otros vestidas como monjas, a los hombres con enormes y aparatosas vestimentas guerreras como los húsares de Napoleón y en días como hoy con una chaqueta y un ridículo cacho de tela colgado del cuello.

Quizás volver a la infancia, con lo que ello significaría de preguntarse frecuentemente por qué esto y aquello, fuera una de las maneras más cuerdas de entender esta rareza que es la vida. Y más rara todavía cuando se observa constantemente en un crecido número de sapiens un comportamiento contra natura. Contra natura porque para mi gato, o ese ser que previamente había metido su cerebro en la lavadora para despojarlo de todo su contenido previo, que ambos serían seres propiamente producto de la naturaleza, serían cosa de reír muchos de los comportamientos que tenemos los humanos. Cada cual puede pensar cuáles son esos comportamientos locos o contra natura, pero los hay a cientos y desde luego no es el más grave que Yolanda Díaz cuando tenga muchos años pueda llegar a tener graves problemas en sus pies o en su aparato locomotor.

Quizás a fin de cuentas el asunto radique en cómo se construyen los cimientos de un pueblo, una nación, de qué se hacen estos, si son sólidos o son una pura mierda, si son coherentes con la naturaleza y la sencillez que guía a ésta o están hechos de supercherías, si les guía la ley de la selva o si esos cimientos van a servir a la armonía y convivencia de esos sapiens que por causas aleatorias vinieron a poblar este planeta hace un par de millones de años.

 

 


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