El Chorrillo, 1 de enero de 2022
La aurora de rosados
dedos extendía su
manto de luz sobre este primer día del año que comienza, cuando un servidor,
tal como el famoso hidalgo caballero de otrora los tiempos de caballería, se
echó al campo a fin de dar comienzo a sus bien fundados propósitos de volver a
madrugar y estrenar el día en comunión con la muy apreciada naturaleza de las
primeras horas que a decir de Cervantes son de oro.
Pues sí, la aurora
de azafranado velo, se esparcía por la tierra, cuando un servidor que, soñoliento y algo aturdido por el madrugón caminaba
algo grogui entre las cebadas que despuntaban ya frágiles entre las labrantías tierras por las que discurría
mi habitual sendero de las mañanas, cuando de repente me tropecé con la
sorprendente visión de un Orfeo, al que habiéndosele concedido la compañía de
Eurídice y no habiendo éste resistido la tentación de mirar el bello rostro de
su amada, como por los dioses estaba mandado, vagaba ahora por el frío campo de
la madrugada en busca ¿de qué?
Pues sí, en busca de gasolina, eso me dijo el tal Orfeo
cuando me paré frente a él para preguntarle qué se le ofrecía, que el pobre,
desabotonado y sin ocultar sus prendas interiores, a medio vestir, aparecía
como poseído por una enorme resaca y como si hubiera sido depositado por los
dioses en un lugar totalmente desconocido para él, un lugar tan exótico como
Pues es que nos hemos quedado sin gasolina, me dijo. Y
naturalmente lo que pensé enseguida es que me estaba tomando el pelo. De esa
guisa vestido y como un beodo que hubiera pasado la noche bebiendo, no podía
esperarse nada coherente. Pero no se arredró y continuó así: Pues es que… –y se
veía no sólo que su lengua le oponía algún tipo de obstáculos, sino que su
confusión era tan grande que pareció que me miraba como si yo fuera un
extraterrestre– Pues es que… sí, que ayer después de tomar las uvas en la plaza
del pueblo con mi chica Eurídice y saciado nuestro apetito y echas las ofrendas
caras a Zeus, a nuestros cuerpos, colmados con crateras enteras de rutilante
vino, apeteciéroles folgar, y dado que no disponían a mano de la nube
correspondiente que los eclipsara, así como tampoco de la verde hierba, del
loto fresco, el azafrán ni del jacinto espeso y tierno, decidimos trotar sobre
nuestros corcerles hasta un paraje solitario donde entregarnos al rito del
amor, mas como nuestros sentidos estaban nublados por la etílica vetustez del vino
de Creta y por la euforia de las doce campanadas, erramos el camino y
terminamos perdidos en los páramos de
Vamos, en castellano corriente y dejando a un lado los
adornos homéricos, ni Orfeo ni Eurídice, lo que realmente sucedía era que esta
pareja, tras la pirotecnia de los fuegos artificiales de alguno de los pueblos
de los alrededores habían cogido un pedo de padre y señor mío y sus cuerpos habían
entrado en ebullición al punto de no soportar por un minuto más la presión de
su hipófisis que pedía a gritos echar un polvo sin más dilación, lo que les
llevó a meterse urgentemente en el coche y tirar por el primer camino rural que
se les pusiera a tino para dar satisfacción a su improrrogable necesidad de dar
contento al sofoco que llevaban encima, llegando así a uno de esos parajes que
forman parte de mis recorridos matinales, un recoleto rincón entre los
almendros, cebadas a un lado, trigales al otro, que proporcionan un lugar
discreto y tranquilo donde rendir culto a Afrodita. Pero ¡ah!, hacía frío y fue
necesario encender la calefacción del coche antes de comenzar con el rito previo
de quitarse la ropa a fin de que dedos, manos, piernas, toda la piel de los
improvisados amantes quedaran unidos en espasmódicos delirios amorosos. Sucedido
lo cual, finalizada la fiesta, quedaron dormidos uno en los brazos del otro…
hasta que les despertó el frío cerca del amanecer. La calefacción había dado un
pequeño respingo, había hecho glo, glo, glo, y después de acabar con toda la
gasolina había entrado en ominoso silencio.
Y ahora tenía yo ahí delante al Orfeo de turno,
desorientado, sin gasolina en el coche, sin puñetera idea de saber dónde
estaban pidiéndome el favor de orientarles y solicitando con cara afligida la
caridad de un poco de gasolina. Lo primero sí, le podía decir dónde se
encontraban e indicarle el camino hacia la carretera más próxima,
Total, un buen polvo bien merecía aquella caminata matinal.
No podía hacer nada por ellos. Me despedí y seguí mi camino pensando en esa
lindeza que es inaugurar el nuevo año con un buen polvo.
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