domingo, 26 de diciembre de 2021

El viento hace al águila, la montaña nos hace a nosotros.

 

Imagen propiedad de: Depositphotos


El Chorrillo, 26 de diciembre de 2021

 

Hola, Mico. Salgo a por leña para la chimenea y veo aparecer a Mico en la oscuridad. Hemos estado todo el día en una fiesta de familia y nadie le ha echado de menos. Se había quedado encerrado en la cabaña y cuando la he abierto a la noche ha salido disparado a buscar un rincón conde aliviarse y ahora vuelve de nuevo a mí. Es la hora en que le veo asomarse a mi ventana arañando el cristal para que le abra la puerta, para que salte a continuación sobre mi regazo y así acurrucarse como si fuera un bebé que tras la teta queda adormecido en los brazos de su madre. Así todas las noches. Me encanta. Para que digan que los hombres no tenemos instinto materno. Cada noche, cuando me siento a leer ante la chimenea, siempre es así. Tengo que hacer equilibrios para sostener el libro entre las manos, siempre en función de la postura que coge mi bebé. Y eso yo, que nunca fui un especial amante de perros o gatos, pero que con gestos como estos, como cuando nuestra vieja Andy, nuestro penúltimo pastor alemán, ya cuando la displasia apenas la permitía caminar, venía cada mañana temprano a mi cabaña, entraba y me  despertaba con largos lametazos sobre la cara…  Pero que con gestos como estos me dejan el cuerpo lleno de ternura.

Como he estado todo el día ocupado, ahora frente al fuego de la chimenea y con Mico en el regazo, antes de ponerme a leer abro la página de FB. Pero antes recuerdo agradecido todo lo que ha sucedido durante la jornada, la disposición de la mesa en el porche, una suficientemente grande para guardar un par de metros de distancia entre cada uno de nosotros, la preparación de la dorada al horno; la dorada –otra clase de dorada– alfombra que el morero próximo a la casa ha extendido para recibir a nuestra familia; la animada conversación a los postres; el deseo de Mario de mostrarnos en el portátil el programa que está haciendo para tener a punto una gran variedad de quesos que él y Andrea fabrican en Valdemanco con el mayor cariño del mundo; mis nietos Manuel y Manuela correteando como locos toda la tarde entre la mesa y la rampa prendiendo bengalas o enarbolando su espada de Godric Gryffindor, esa que Harry Potter esgrime en sus aventuras; una larga conversación que casi nos adentra en las peripecias íntimas de lo que sucede entre hombres y mujeres; la mesura de Malela enderezando la conversación; mi hija pendiente de una videoconferencia para hablar con mi nieta Ainara que ha dado positivo y está en cuarentena; Quique relatando su salida a las Dehesas con sus alumnos del insti. En fin, que se hizo tarde y todo fue como si hubiera sucedido en un abrir y cerrar de ojos.




Así hasta que por fin abrí el FB y me encontré con un extenso comentario de David (podéis verlo en la entrada anterior, El alpinista) que me invitaba a a reflexiones de índole muy diferente. La muerte en primer lugar, que para mí es siempre algo sumamente extraño, algo siempre con el deje de lo incomprensible; existir y dejar de existir, por más que sea evidente, siempre se me presenta como un misterio. David hablaba de ese aspecto en que la muerte de alguien se presenta como una tragedia para la familia o los amigos. En realidad la muerte es un hecho que no afecta al sujeto que muere, no tiene repercusiones en el que fallece puesto que ha dejado de existir, sino que son todos los seres cercanos y queridos los que realmente mascan con su dolor todo el acre amargor que la muerte lleva consigo.

Del resto de lo que hablaba David, ese ambiente en el alpinismo en el que el Ego y sus colaterales, la fama, ser el primero en esto o en lo otro, etcétera, que constituye la comidilla principal de las noticias de montaña y el empeño de tantos escaladores de primera línea, nada que añadir a su comentario; estoy plenamente de acuerdo con él. Sin embargo no  parece que fuera el caso de Marc-André Leclerc, el alpinista del que hablaba ayer, al que lo que realmente le sucedía era que estaba atrapado en su pasión por superarse constantemente a sí mismo utilizando como medio para ello la escalada solitaria de paredes complicadas y extremadamente difíciles; quizás con parecida pasión como la del que se enamora profundamente y día y noche no puede apartar sus pensamientos de su amada, una pasión que alguno de nosotros, los que amamos la montaña, vivimos desde que éramos jóvenes, aunque en grado obviamente diferente; ni mejor ni peor, diferente.

Lo que sucede, como en otras tantas situaciones de la vida, es que en cierto momento de la trayectoria de esa pasión –la personalidad de todos nosotros es en realidad una coctelera– se cruzan elementos que desvían la trayectoria de la intimidad personal, de la pasión sin tapujos, y entonces se ve invadida por los condimentos del mercado, que es lo que tanto le chirría tanto a David como a mí, por los afanes de notoriedad o por la necesidad de llegar más allá que los otros, lo que desvirtúa la esencia de la pasión y de ese amor por la montaña. Ya sabe, lo de siempre, el cocido no sólo está hecho de garbanzos, sólo que si te pasas y echas medio kilo de chorizo o un puñado de sal pues que a lo mejor ya no es cocido, sino otra cosa, algo que a muchos nos sabe bastante mal.

Todos sabemos lo que verdaderamente amamos y nos gusta, por eso cuando conocemos de la mención especial a Silvia Vidal en el Piolet de Oro, levanta mucha más admiración en nosotros esta mujer –por su modo de hacer montaña, sola, sin porteadores, yo me lo guiso yo me lo como, sin gps, en la más absoluta soledad en escaladas que superan las dos semanas– que todas las andaduras del resto de alpinistas que se sitúan por sus records de velocidad o de altura en la cabecera de los periódicos. Si admiramos a Silvia es porque en realidad amamos, deseamos vivir, ese espíritu primario y sencillo de la aventura.

Silvia no se perdió en la coctelera del Ego o de la fama, y hace de sus aventuras una relación intimísima con la montaña. A ella no ha llegado el señuelo de algo ajeno a su propia aventura, por eso la admiramos, porque está en la raíz de nuestra propia pasión hacer de la montaña una relación de íntima interdependencia que, en los casos de mayor entrega, si no viene contaminado con los excesos del ego, el afán de notoriedad o los oropeles de la fama, se convierte para el observador, como en el caso de Silvia, en una sensación de grato reconocimiento.

¿Por qué? Acaso porque ello representa esa esencia que buscamos, la aventura como forma de vida en sí misma, la montaña como modo de relacionarnos con nosotros mismos, experimentar nuestra fuerza, nuestras capacidades, la Naturaleza como un entorno donde crecemos, disfrutamos, amamos o nos sentimos a nosotros mismos con más plenitud. El aire hace al águila, escribió Goethe. La montaña nos hace a nosotros.

Que ese mismo escenario lo utilicen otros para otra cosa, esa feria de las vanidades por ejemplo  en los entornos de los campamentos base del Himalaya de que habla Jorge Echeaga, pues bueno, es su opción. También hay otros que emplean su vida en hacer oro o en ser famoso. Lo cierto es que la verdad en estas cosas no existe. Allá cada uno con su vida, sus sensaciones y con todo aquello que les pueda hacer un poco más felices. Las montañas están llenas de amantes anónimos, que sin tener que dar cuentas a nadie de su íntima relación con ellas, les dedican una parte considerable de su tiempo y de su vida. El pasado verano descendía yo de vivaquear en la cima del Ezcaurre, en Pirineos, cuando en el bosque, en un lugar en que se estrechaba él sendero, vi que se acercaba una pareja de mi edad. Me eché a un lado para dejarles pasar y aquel gesto sirvió para pegar la hebra. Llevaban desde principios de junio de un lado para otro del Pirineo. Bastaron unos minutos para que a los tres se nos desatara la lengua al punto de olvidarme yo de que me había propuesto subir a vivaquear a la cima del Anie aquel mismo día –esa última manía mía– y ellos de que querían comunicarse desde la cima con algún radioaficionado de cualquier parte del mundo que en aquel mismo momento esperaría a otro radioaficionado con su antena dispuesta en otra cima del planeta esperando intercambiar impresiones sobre la ascensión o las montañas que ambos tenían a sus pies. Alejandro y Elena desbordaban tal entusiasmo, yo desbordaba tal entusiasmo, que seguro que los caminantes que se cruzaron con nosotros, al vernos habrían pensado que nos iba la vida en el asunto que teníamos entre manos. El viento hace al águila y las montañas nos hacen a nosotros. De eso hablamos durante media hora; y de los placeres que esta clase de vida nos deparaba.

Es inútil intentar diseccionar estas cosas para otros que no vivan la montaña de cerca, pocos podrán comprenderte, pocos podrán comprender al joven Marc-André Leclerc, al que después de una corta vida de intensísima vida le tragó una avalancha, a Alex Honnold que terminó convirtiendo la intimidad de un reto consigo mismo en las atrevidas paredes del Yosemite en un espectáculo público; difícilmente comprenderemos a Kukuczka que a dos meses de que uno de sus hijos naciera se marcha al Himalaya en busca de una más de sus nuevas vías en ochomiles, o cuando atrapado en una pequeña repisa con Kurtyka a más de ocho mil metros, éste pierde un crampón y Kukuczka pretende dejar a su compañero a su suerte mientras él continúa su azarosa ascensión, el ansia por tocar la cumbre.

Aficionados como somos a especular sobre la vida de los otros cómodamente repantigados en el sillón de nuestra casa, es realmente comprometedor dar con una explicación satisfactoria. Es por ello que dejar actuar la intuición acaso sea el mejor camino para acercarse a esas pequeñas verdades que pueblan las motivaciones y las vidas de las personas. Y sopesar la realidad global frente a la vida de Marc-André Leclerc, la de Silvia, la de Carlos Soria, la de Alex Honnold, la de Kukuczka, puede ayudar a dar cierta perspectiva a nuestro modo de acercarnos a la realidad. Por eso, porque el cocido está compuesto por algo más que garbanzos, y principalmente porque todos, incluso estos fuera series, como me decía que quería ser una vez aquel amigo fallecido, José Angel Lucas, después de escalar el espolón de la Walker, algo tienen que enseñarnos. Y siendo así, bienvenidos ellos que lo único que hacen es, desde su más variada relación con la montaña, seguir dando calor a nuestra pequeña o grande inquietud por las cimas.

 

 


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