El
Chorrillo, 25 de diciembre de 2021
Qué
extraña sensación esa de que la muerte sea un evaporarse en la nada. Eres,
llega la tormenta, se desprende una avalancha, quedas sepultado, te mueres, y
ya no eres nada. Tan solo existes en la memoria de los otros. Esa extrañeza me
visitaba anoche cuando terminé de ver el documental El alpinista, dedicado a Marc-André
Leclerc, un joven de veintitrés años que escala solo y sin seguro en hielo y
roca en paredes de máxima dificultad. Estos documentales me ponen nervioso, le
había dicho al amigo que me mandó el enlace. Me ponen nervioso porque junto a
la admiración y el vértigo que me provoca la evolución de la escalada en
paredes y cascadas de hielo, con ese aterrador vacío siempre a sus pies, estás
masticando continuamente la muerte. No es ficción, es real, estás observando
permanentemente que un agarre va a desprenderse, que el hielo puede ceder y
sólo de pensarte en una situación similar se te erizan los pelos.
Pero el
documental sigue adelante, las empresas cobran cada vez más dificultad. Primero
es en las Montañas Rocosas, después es la invernal en solitario de
Admira
esa disposición tan aparentemente inocente con que se entrega a tamañas
dificultades y cómo superadas éstas resultan la cosa más guay del mundo. Ese
vocabulario que utiliza como recién salido de la adolescencia. A veces se tiene
la impresión, contemplando algunas
secuencias, de que la energía que impulsa sus deseos tiene la calidad
inconsciente que mueven las grandes pasiones, el odio, el amor cuando se le
agarran a uno al alma hasta apoderarse de la entera voluntad a punto de dejar al individuo fuera del
control de sí mismo. Sucede cuando uno se enamora o cuando la ira se arrebola
dentro del individuo hasta dejarle ciego para toda cordura.
Esa era
la sensación que tenía viéndole a él y a su novia viviendo como vagabundos en la cuneta de la carretera en invierno bajo
un toldo pero con los ojos brillantes como poseídos por una verdad que les
arrastraba y les dejaba poco margen para la reflexión global.
No, no
se trataba de una película. Un cineasta había sabido de un chico que hacía
escaladas extraordinarias en solitario y decide viajar a Canadá para conocerle.
Durante dos años el rodaje del documental es un continuo forcejeo con
Marc-André Leclerc que apenas muestra interés por el mismo. Desaparece
inesperadamente cuando está programado un rodaje y nadie sabe donde está.
Semanas más tarde le localizan en algún remoto lugar de Alaska o Canadá donde a
su bola sigue el rumbo de los proyectos que van germinando en su cabeza. Es el
trabajo de un documentalista que buscar filmar en carne viva una pasión y una
fuerza fuera de lo común, uno de esos fenómenos como las erupciones de la isla
de
Uno,
que está sentado frente a la pantalla en muchos instantes con el alma en un
puño porque algo de aquello lo ha vivido, bien que en ínfimo grado, y le pilla
cerca, y que comprende por tanto algo de aquella corriente que fluye en el
protagonista del documental, no puede por menos que sentirse próximo y sobre
todo con más miedo que el propio
protagonista al que parece que semejante exposición al peligro no le afecte en
mucho. Parece, digo. La ficción del cine, como la de la literatura, tiene la
capacidad de ponernos en situaciones de conflicto, de emoción, pero siempre se
trata de eso, de una ficción. Al fin y al cabo el arte y la técnica narrativa
en este caso son los responsables de esas emociones que suscitan. Pero no es el
caso en un documental donde lo que vemos son hechos reales; donde allá se
genera la emoción con mecanismos técnicos o de actuación, aquí lo que
contemplamos –más o menos, claro, que cualquiera puede rodar un primer plano en
el jardín de la propia casa– son hechos reales. Hechos reales sí, que
terminarán en drama. Y apagaremos el proyector y mientras contemplamos el fuego
de la chimenea comentaremos la “peli”, que no será una peli sino la conclusión
de una vida. Marc-André Leclerc y su compañero han escalado en invierno una pared complicada y difícil de
hielo y roca, han llegado a la cumbre y, como había cobertura han conectado con
su familia y amigos y les han regalado unas hermosas imágenes de su estancia en
la cima. Todo perfecto. Congratulation! Pero ahora hay que descender. Se
desencadena una tormenta y los alpinistas no llegan aquel día a casa. Ni al
siguiente. Ni al otro. Cuatro días después, cuando la borrasca ha pasado, desde
un helicóptero de rescate descubren un par de metros de cuerda cuyos extremos
se hunden en el interior de una avalancha.
Qué
extraña sensación esa de que la muerte sea un evaporarse en la nada. Eres,
llega la tormenta, se desprende una avalancha, quedas sepultado, te mueres, y
ya no eres nada.
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