sábado, 25 de diciembre de 2021

El Alpinista

 



El Chorrillo, 25 de diciembre de 2021

 

Qué extraña sensación esa de que la muerte sea un evaporarse en la nada. Eres, llega la tormenta, se desprende una avalancha, quedas sepultado, te mueres, y ya no eres nada. Tan solo existes en la memoria de los otros. Esa extrañeza me visitaba anoche cuando terminé de ver el documental El  alpinista, dedicado a Marc-André Leclerc, un joven de veintitrés años que escala solo y sin seguro en hielo y roca en paredes de máxima dificultad. Estos documentales me ponen nervioso, le había dicho al amigo que me mandó el enlace. Me ponen nervioso porque junto a la admiración y el vértigo que me provoca la evolución de la escalada en paredes y cascadas de hielo, con ese aterrador vacío siempre a sus pies, estás masticando continuamente la muerte. No es ficción, es real, estás observando permanentemente que un agarre va a desprenderse, que el hielo puede ceder y sólo de pensarte en una situación similar se te erizan los pelos.

Pero el documental sigue adelante, las empresas cobran cada vez más dificultad. Primero es en las Montañas Rocosas, después es la invernal en solitario de la Torre Egger junto al Cerro Torre, más tarde el monte Robson en las Rocosas. Es un hombre tímido, le gusta divertirse, hace auto-stop para desplazarse a algunas de las montañas, vive con su chica bajo la escalera de una vivienda un tiempo, se mantiene alejado de los medios. Vive la soledad del anonimato en grandes recorridos. Le gustan esas sensaciones que le proporcionan las grandes ascensiones en solitario. No expresa ninguna sofisticada idea que le pueda empujar a semejantes aventuras. Sencillamente percibe que esa plenitud que le deparan sus ascensiones es lo suficientemente intensa como para jugarse permanentemente la vida. Pero acaso es un factor entre otros; la Rata, que decía Kurtyka, se le ha mentido en el cuerpo y no le suelta. Su pasión es más fuerte que él mismo, le arrastra durante todo el documental por el borde del abismo. Está preparado, domina la técnica perfectamente, le vemos trepar por lugares inverosímiles con una asombrosa seguridad; sin embargo en montaña hay una buena parte del juego que no depende del individuo…

Admira esa disposición tan aparentemente inocente con que se entrega a tamañas dificultades y cómo superadas éstas resultan la cosa más guay del mundo. Ese vocabulario que utiliza como recién salido de la adolescencia. A veces se tiene la  impresión, contemplando algunas secuencias, de que la energía que impulsa sus deseos tiene la calidad inconsciente que mueven las grandes pasiones, el odio, el amor cuando se le agarran a uno al alma hasta apoderarse de la entera voluntad  a punto de dejar al individuo fuera del control de sí mismo. Sucede cuando uno se enamora o cuando la ira se arrebola dentro del individuo hasta dejarle ciego para toda cordura.

Esa era la sensación que tenía viéndole a él y a su novia viviendo como vagabundos  en la cuneta de la carretera en invierno bajo un toldo pero con los ojos brillantes como poseídos por una verdad que les arrastraba y les dejaba poco margen para la reflexión global. 

No, no se trataba de una película. Un cineasta había sabido de un chico que hacía escaladas extraordinarias en solitario y decide viajar a Canadá para conocerle. Durante dos años el rodaje del documental es un continuo forcejeo con Marc-André Leclerc que apenas muestra interés por el mismo. Desaparece inesperadamente cuando está programado un rodaje y nadie sabe donde está. Semanas más tarde le localizan en algún remoto lugar de Alaska o Canadá donde a su bola sigue el rumbo de los proyectos que van germinando en su cabeza. Es el trabajo de un documentalista que buscar filmar en carne viva una pasión y una fuerza fuera de lo común, uno de esos fenómenos como las erupciones de la isla de La Palma que han ido engendrándose en el interior del alma o de la tierra y que germinando y expandiéndose van adquiriendo una presión que en algún momento termina por estallar, en La Palma arrasando casas y cultivos, en el individuo estallando en forma de aventuras inauditas. La Rata te ha visitado, el Amor, el Odio, el Mal o el Bien y ya eres hombre perdido en manos de una pasión que te arrastra. No vale poner en el mismo plano estos conceptos, lo sé, pero sí es procedente desde el punto de vista de la fuerza que engendran, destructoras en un caso y tremendamente creativas y nobles en otros. No puedo comprender de  otra manera las aventuras del joven Marc-André Leclerc.

Uno, que está sentado frente a la pantalla en muchos instantes con el alma en un puño porque algo de aquello lo ha vivido, bien que en ínfimo grado, y le pilla cerca, y que comprende por tanto algo de aquella corriente que fluye en el protagonista del documental, no puede por menos que sentirse próximo y sobre todo con  más miedo que el propio protagonista al que parece que semejante exposición al peligro no le afecte en mucho. Parece, digo. La ficción del cine, como la de la literatura, tiene la capacidad de ponernos en situaciones de conflicto, de emoción, pero siempre se trata de eso, de una ficción. Al fin y al cabo el arte y la técnica narrativa en este caso son los responsables de esas emociones que suscitan. Pero no es el caso en un documental donde lo que vemos son hechos reales; donde allá se genera la emoción con mecanismos técnicos o de actuación, aquí lo que contemplamos –más o menos, claro, que cualquiera puede rodar un primer plano en el jardín de la propia casa– son hechos reales. Hechos reales sí, que terminarán en drama. Y apagaremos el proyector y mientras contemplamos el fuego de la chimenea comentaremos la “peli”, que no será una peli sino la conclusión de una vida. Marc-André Leclerc y su compañero han escalado en  invierno una pared complicada y difícil de hielo y roca, han llegado a la cumbre y, como había cobertura han conectado con su familia y amigos y les han regalado unas hermosas imágenes de su estancia en la cima. Todo perfecto. Congratulation! Pero ahora hay que descender. Se desencadena una tormenta y los alpinistas no llegan aquel día a casa. Ni al siguiente. Ni al otro. Cuatro días después, cuando la borrasca ha pasado, desde un helicóptero de rescate descubren un par de metros de cuerda cuyos extremos se hunden en el interior de una avalancha.

Qué extraña sensación esa de que la muerte sea un evaporarse en la nada. Eres, llega la tormenta, se desprende una avalancha, quedas sepultado, te mueres, y ya no eres nada.

 



 


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