jueves, 4 de noviembre de 2021

¿Viajar una vez más?


Bajo la cascada del Ángel, Canaima. Venezuela 2004.

 



El Chorrillo, 4 de noviembre de 2021

A veces uno necesita de empujoncitos para animarse a hacer algo que le gusta pero que, pero que… Sí, que no sabes muy bien por qué desde hace ya cinco años, desde la última vez que nos empeñamos en dar la vuelta al mundo, te cuesta mover el culo y ponerte de nuevo en marcha. ¡Ah, los años!, ¿serán de verdad los años, la comodidad que nos puede? Mientras merendábamos había tomado de la estantería un viejo libro que escribí viajando entre Ciudad de México y el Machu Picchu, había descubierto algunos subrayados y se los leía a Victoria. Ambos estamos en la misma situación de incertidumbre, ¿volver a recorrer América Latina, Tierra de Fuego, los Andes, la cuenca del Amazonas, India…? El dilema de siempre, volver a viajar o por el contrario, dar por terminado un ciclo. Releo y percibo cómo brota de nuevo en mí la incertidumbre. Viajar abre nuevas puertas, despierta tu yo a otras realidades, despabila tu indecisión.

Abro el libro por cualquier parte. El autobús discurría entre Ocotepeque y Tegucigualpa. Viajar, camino duro tantas veces, búsqueda. Ir al encuentro de las armonías, las estructuras, los colores, las formas, las texturas; abrir los ojos, husmear tras la poesía de los caminos, el calor multitudinario o silencioso de las calles. El alma de los viajes no aparece en las guías, yace escondida tras la esquina de cualquier calle, agazapada en las horas privilegiadas del alba; te tropiezas con ella sin buscarla, basta con estar atento, vigilar ese tránsito por la tierra para que no se escape eso que estuvo ahí esperándote durante mucho tiempo, a ti, sólo para ti: realidad multivalente de muchos brazos, tronco de muchas ramas.

Y llegas cansado a Managua después del mediodía, pero pasas junto a la fachada del teatro Rubén Darío y encuentras que unas horas más tarde el programa anuncia la actuación del Ballet Bolshoi de Moscú. Imposible perder aquella actuación. Sí, todavía quedan localidades.

Y del ballet, todas las alegrías de los encuentros y la elegancia, los sentimientos suscritos unos tras otros por la cristalina continuidad de los movimientos. Dócil el cuerpo en la cresta de una ola, ave gozosa, juegos de agua y aire y música soplada en turbulencias desde el proscenio. Y el círculo brioso y rítmico en un traje de muselina como potro encabritado retenido por la fuerza y la pasión de la contención, músculos, nervios, juegos. Levedad, alegría, autodominio, ligereza, naturaleza grácil de los cuerpos y las sensaciones.

Y en medio de la oscuridad, dentro de su cono de luz, la emoción manando de la gracia de estar ahí, en medio de un bosque, sentimientos, ternura, tirando del espectador para llevarlo bajo el palio del bosque nocturno, junto a la clapa donde se congregan las aves y el rumor del agua para acoger a la mujer que danza, al hombre que sostiene el cuerpo blanco; el gozo del encuentro aleteando melancólicamente al final de la fiesta de la noche que termina.

Y días más tarde, después de asistir a la representación de Tosca, de Puccini, ya de madrugada en el hotel unos gemidos me despiertan. Vuelve a abrirse la tierra en mitad del silencio; y la tierra gimió y lloró, débil primero, como saliendo del sueño, como resistiendo un dolor impostergable. Ahí despierto, cansado, embotado de viaje y kilómetros, al borde todavía de un aria de Puccini, sin saber aún de qué parte del sueño estaba. Hay un tráfico ligero en la calle, un rumor de trompas, la vibración templada de un contrabajo; y entre unos y otros, en compases espaciados, el vagido, apenas audible pero poderoso, nacido del fondo, tenso, estirado, del grito, del único grito que nos redimirá de la soledad y el dolor; grito de carne e infinitud ahogado entre los brazos, la carne del otro. Y las olas, y las arremetidas del viento, el agua rompiendo con una brevedad salvaje contra la playa, arrastrándose enseguida con infinito deseo por la arena fría, por la arena cálida, por los muslos anhelantes para caer desfallecida, convulsionada, como pez fuera del agua, sin aire. Silencio, rumor lejano, entrechocar de espumas. Y regresar al mar, agarrarse al encaje de otra ola y rodar de nuevo al humedal de un nuevo ciclo, crecer en el deseo y en el dolor, dentro, al fondo, desaparecer el agua en el agua mientras la noche dure. Los músculos tensos, tropel de caballos, rumor de alas, dolor, rodar por la arena, hacerse encaje blanco, exhausto; dormirse en la arena abrazado a la tierra.

En la habitación de al lado se celebraba el rito de la vida. Espectáculo libre y gratuito, tierno, al que es imposible no sumar la tierra y el agua de otros mares, para a su vez volver a amanecer al fondo de la noche, abrazados y dormidos junto al blando encaje del alma que duerme sobre la hierba.

Los gemidos de la mujer de la noche que me sacaron del sueño, acrisolan mi ser, establecen la primacía de los yos que se cruzan, que han de entenderse, abrazarse para rodar por los ciclos de un tiempo sin un antes ni un después. Rodar.

Para llegar al Machu Picchu quedan todavía muchos días, medio año aproximadamente, cientos de kilómetros; pasan paisajes, pueblos, selvas, una flor que se abre, una nube que pasa, abolir el futuro y el sentido mercantilista del tiempo; lo dijo Einstein, “la distinción entre pasado, presente y futuro es sólo una ilusión”. Ahora paseamos por las dunas de Chichiriviche, en Venezuela, hemos venido a ver atardecer sobre el desierto. De vez en cuando arranco de aquí o de alla un poquito de belleza y me hago un sándwich con ello, o acaso atravesamos un alto collado en los Andes por encima de los cuatro mil metros, allá por tierras de Mérida, y aunque nieva débilmente nos detenemos a fotografiar los frailejones, primos hermanos de la dafne acaulis de los Pirineos o los Alpes.

Entre San Fernando de Apure y Puerto Ayacucho leo a Salvador Pániker que habla de la convivencia bien temperada y que dice que el sexo como costumbre es un acto degradado, y añade, que se le antojaba suicida la norma de que las parejas durmieran sistemáticamente en una misma cama, y que para más abundancia citaba a Kundera que sentenciaba que hacer el amor con una mujer y dormir con una mujer son dos pasiones contradictorias. Cosas en las que pensar mientras fuera llueve despacito y se alza un arco iris más allá de la carretera bacheada donde los charcos reflejan un trozo de cielo. No estábamos ahí para alcanzar el entendimiento de lo grande, como escribiera Alejo Carpentier, pero era hermoso dejarse acunar por el bus que ahora de vuelta de la región del Orinoco o acaso de regreso de Canaima y de un corto viaje en avioneta, ronroneaba paciente camino de Manaus y el Amazonas.

Quien sabe si refrescando la memoria en esos diarios que fueron recogiendo a lo largo de los años tantas vivencias, tantas lecturas, todo aquello que pasaba por la mente al viajero entre Tierra de Fuego y las costas del Océano Ártico, o desde los volcanes de Nueva Zelanda hasta algún rincón remoto del Himalaya o de las selvas de Borneo; quién sabe si así algún día mi chica y yo llegaremos a reunir fuerza suficiente para ponernos de nuevo en camino.


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