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La novia, de Ralph Brown (1999) |
El Chorrillo, 11 de noviembre de 2021
Las más
elementales reglas de la escritura parece que aconsejan, y con más razón en
estos tiempos que corren, ser en extremo breve “si uno quiere que le lean”. Un
comentarista lo decía hace poco, si quieres que te lean no uses más de tres
renglones, cosa (y que se me perdone la utilización excesiva que voy a dar hoy
a este vocablo) que se demuestra sobradamente con el éxito de Twitter, para el
que unas poquísimas palabras son el límite permisible.
Malos
tiempos para quienes de madrugada las ganas de decir algo se le agolpan en las
yemas de los dedos produciendo un cosquilleo nervioso que sólo se cura
tecleando y tecleando; tecleando, sí, cualquier cosa, que tan inútil es un
discurso largo que uno corto, porque aquí de lo que se trata es de pasar el
rato, al menos para esos que “ya” han descubierto que la única finalidad en la
vida es esa, pasar el rato. Que largo o corto debería ser indiferente siempre y
cuando aquello de que se trate invite línea tras línea a continuar leyendo, que
no es el caso más corriente cuando lo que se pretende es dar la vuelta al día
en ochenta mundos, leer todos los periódicos de la jornada, emplear una hora
con Facebook y otra media en Twitter y una docena de asuntos más.
Yo, por
ejemplo, en este instante acabo de dejar a un lado la historia de Tom Jones, de Fielding, en una especie
de ejercicio de contención orgásmica, esa intriga que te deja a mitad de
capítulo pendiente de algo importante que está a punto de suceder. Nada de
correr, despacico despacico sorber el instante. Prolongar, contener el deseo,
mantener las bridas firmes para así disfrutar en última instancia, como dicen
en Aragón: “¡Ahí va el Ebro!”, es decir, el momento de correrse. La contención
es buena cosa; nada de eso de plis plas y en dos minutos has terminado la
faena. Ya puso título Kundera a una de sus novelas, aquella de La lentitud, a ese fenómeno que nos
permite prolongar el placer vía la simple contemplación del presente.
Es
decir, traducido a las circunstancias de un lector que lo que gusta es leer y
no coleccionar libros leídos, quizás lo más razonable para quien escribe sería
descubrir el modo en que tanto el que redacta como el que lee disfruten de lo que
están haciendo y no dedicarse el primero a intentar conseguir lectores a toda
costa. Cosa no siempre fácil, que mirando el que escribe por su gusto es fácil
que se olvide fácilmente del lector, que en cierto modo es un hecho más bien
accidental en el proceso de la escritura de quien gusta este sano deporte. Aunque
hago el esfuerzo también alguna vez me pregunto si interesará a alguien lo que
a mí me gusta o deje de gustar.
De todos modos reconozco que en
ocasiones esto de escribir con cierta asiduidad presenta síntomas que algún siquiatra –no un especialista en higos– podría diagnosticar como esquizofrenia;
a uno le persiguen fantasías y alucinaciones que le hacen dudar de que esté
pisando tierra firme.
Obviamente uno tiene tantas cosas
en la cabeza que no sería raro que alguna que otra fantasía se le cuele de
rondó en el escenario de la pantalla en blanco donde por caber debería caber
todo lo que le pasa a uno por el magín sin que haya otro límite que el de la
decencia y las buenas costumbres imponen ;-). Por ejemplo, esta mañana, cuando iniciaba con
mi rato de baile el día, la canción, una que llevaba por título Esa cosa qué me hiciste, mami, me gustó mucho, del grupo
cubano Putumayo, ya me hizo sonreír. Cada cual tiene en la cabeza lo que tiene
y ya oyendo cantar aquello me sentí un ser normal al descubrir que no era yo
sólo en el mundo al que gustaban “esas cosas”. Y es que pasando por raro, eso
es lo primero que me dijo un amiguete después de cuarenta años sin vernos: “es
que eras un poco rarito entonces…” –una delicia de piropo que a punto estuvo de
producirme un orgasmo–; pasando por raro, decía, imagino que porque mantenía
una discreta independencia, no sabe uno a ciencia cierta si ello es una simple
alteración genética, una oportuna mutación destinada a enriquecer la variedad
del espectro social de los homo sapiens sapiens
donde el gregarismo acaso tiene un peso excesivo en la especie, o si, por el
contrario, lo que sucede es que con la disculpa de estar escribiendo un diario
uno se expresa más sinceramente que otro hijo de vecino.
Sobre gustos no hay nada escrito, es cierto, pero es que
“la cosa” vista a la luz de “esa otra cosa”, valga la redundancia, que llaman,
eso mismo, y que lleva dos mil años confundiendo el culo con las témporas y
pretendiendo hacer de la vida un valle de lágrimas: “la cosa” digo, que desde
que un tal Pablo de Tarso y sus seguidores infectaron el cerebro de los sapiens
con angelicales destinos post mortem convirtiendo
“el origen del mundo”, según Courbet,
en ominoso medio de confusión y pecado; “la cosa” ha tenido tan entretenido al
personal de la inquisición, que por fuerza se hace comprensible que cosa de
tanto gusto siga generación tras generación escondida tras las bambalinas del
teatro social en vez de ser considerada objeto de aprendizaje de adolescentes y
jovencitos y jovencitas, a fin de hacer de las generaciones que estrenan barbas
o cuerpos de mujer, fervientes y sofisticados discípulos del dios Eros.
Ni parco ni facundo –no el cantautor, sino el adjetivo de facundia :-)–, sólo lo que a uno le pasa por las mientes a estas horas de la
noche.
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