martes, 2 de noviembre de 2021

Vestirse de deseo

 

Museo Arqueológico Nacional. Atenas 2007.


El Chorrillo, 2 de noviembre de 2021

 

Había salido yo adormilado de uno de los albergues de peregrinos de alguna ciudad del norte un día de invierno con un frío que pelaba, y caminaba con la mochila a la espalda por una calle del centro intentando despertarme y quitarme el entumecimiento de encima, cuando de repente, entre la aglomeración de la calle donde los viandantes se dirigían al curro, apareció, como abriéndose paso en la mediocridad de la mañana chirimeante, una fémina de paso brioso y decidido que paseaba como por el centro de una pasarela exhibiendo con suma gracia sus más preciados dones de mujer. Aquí estoy, abridme paso. Como una reina ella, con la minifalda que le llegaba al ombligo, las piernas perfectamente torneadas bajo las medias negras, el andar rumboso de hembra. Pero no os confundáis, nada de ese estilo que medra en los centros de prostitución, todo lo contrario, con ese aire que decimos de quien tiene clase. Fémina segura de sí misma, de quien sabiéndose un regalo de la naturaleza y, acaso consciente de ese perfume que levanta su cuerpo a su alrededor, y que con tanta facilidad emborrachan el olfato y los ojos de los hombres, sale a la calle salpimentando la mañana con el regalo de su andar.

Vestirse de deseo, podría llamarse a esto. El placer de quien disfruta el placer de los ojos ajenos contemplando tu andar, la generosidad de tu escote, la profunda humedad que se esconde arriba de aquellos muslos perfectos. Siempre la tremenda sugestión del más allá del orillo bamboleante de la falda, la oscilación de las caderas o el suave vaivén de los pechos.

La maravillosa versatilidad del cuerpo que se viste, puede transformar sus mensajes, desde ese típico uniforme con gorra de visera que vestían las mujeres de la época de Mao hasta las curiosas excentricidades de las pasarelas más conocidas en que la jet set people entretiene su ociosidad, daría pie a un buen número de volúmenes, sin embargo el más atractivo de los requerimientos de la vestimenta femenina de todas las épocas siempre ha sido su importante componente erótico. En este sentido vestirse el cuerpo de deseo siempre ha constituido una aspiración femenina que en poco o en nada se diferencia a aquello que sucede en el reino animal cuando la bonoba o la chimpancé de turno entra en celo y exhibe muestras externas como la hinchazón o la coloración de su vulva que son indicaciones al macho de su disponibilidad. Sin embargo, como somos tremendamente más sofisticados y el sexo no queda restringido a los periodos de celo, la cosa resulta mucho más divertida y podemos hacer juegos malabares en los aledaños del sexo sin necesidad de vernos abocados a una fornicación permanente como los bonobos, por ejemplo, que se aparean no menos de media docena de veces al día. Y como no sólo de pan vive el hombre, no necesariamente toda señal que pudiera invitar a dar suelta al deseo induce a la cópula, sino que frente a esos cuerpos que se visten de deseo, se transforma en liviano perfume destinado a subir por el cuerpo como una agraciada caricia.

Y para disfrutar de ella no es necesario asistir a ninguna sala de espectáculo, a ningún club, a ningún auditorio, porque el espectáculo se sirve solo en la calle, en el autobús, en el metro, en el Cercanías. La calle es el gran recinto donde todos y todas concurrimos y exploramos nuestra curiosidad, con simpatía en ocasiones, de reojo las más de las veces, con cierta insistencia los más asalvajados, pero siempre con la sensación de que el mundo es una fiesta, especialmente si no son esas horas de la noche en que la gente vuelve del trabajo hecha unos zorros y con ganas de llegar a casa, cenar y meterse en la cama.

A veces en el Cercanías he visto más de una jovencita emplear el entero trayecto entre Fuenlabrada y Atocha en maquillarse y arreglarse la cara o el pelo. Después de casi media hora, a la altura de Méndez Álvaro, cierran su espejito satisfechas y, sin salir de sí mismas sueltan un leve suspiro de complacencia. Todavía estamos en los límites de esa necesidad que podemos tener todos de aparecer ante los otros arreglados y con la mejor cara posible. Sin embargo vestirse, atusarse para el deseo necesita ir un poquito más allá, necesita acaso resaltar los senos, elegir una blusa con un escote conveniente desde donde exhale cierta esencia de feminidad capaz de despertar los ojos adormecidos de los viajeros del tren sugiriéndole la maravilla de alguna lejana tierra prometida; conviene elegir una falda de diminuto volante donde la elegancia de las piernas y la gracia de los muslos surgiendo del corpus hermeticum en el que la naturaleza de lo divino, el surgimiento del Cosmos, la caída del Hombre del paraíso, así como las nociones de Verdad, de Bien y de Belleza muestran el camino de la Tierra Prometida.

El cuerpo vestido de deseo es como una campanilla llamando a la oración. Un cuerpo vestido de deseo es como un altar ante el cual arrodillarse en alguna hora del día. La felicísima gracia con que la naturaleza nos ha hecho no tiene parangón entre las especies vivientes. Obsérvese si no a modo de anécdota la oportunidad del miembro viril y su comportamiento, listo para la faena erecto cuando es necesario y retráctil y encogido entre las piernas como un gatito entre los brazos de su dueña. Uno se habitúa a todo y lo mira todo de una manera corriente, pero piénsese si no en qué sucedería si hubiera que ir todo el santo día en plena erección por la calle, tendríamos que recurrir a una koteka, ese pirulo fabricado con fibras vegetales que llevan los indígenas de la tribu Ndani en Nueva Guinea cubriendo el pene, que seguro que con las apreturas del metro se quebraría y dejaría el pito al aire. Menudo cachondeo al salir todos de estampida en la estación de Sol y verse con “aquello” a la vista de todo el mundo.

Pero bueno, bromas aparte, que las argucias y triquiñuelas para navegar en la ambigüedad de los deseos sean bienvenidas. Que bien necesitados estamos de éstas y otras sofisticadas diversiones para atravesar ese valle de lágrimas en que pretenden convertir la realidad meapilas y pazguatos de toda condición. Decía hace poco en una entrevista el primatólogo  Frans de Waal, que "si entre dos grupos de bonobos hay tensiones, no se matan como los chimpancés. En seguida se ponen a hacer sexo". Sería una buena opción para dirimir nuestras diferencias y encauzar los problemas de un modo más reposado. 

 

 

 

 


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