El
Chorrillo, 1 de noviembre de 2021
Andaba
ensoñando todavía en la cama reuniendo ganas para levantarme, cuando de repente
un pequeño intruso se coló revoloteando en mi cabaña. De primeras sólo parecía un niño curioso que se
encuentra en un lugar exótico. Se posó sobre un volumen de Gil-Albert que yacía
horizontal en la estantería frontal de los libros y desde allí, repentinamente
sorprendido por mi presencia en la cama, dio un respingo y salió volando
directamente hasta darse un gran trompazo en el cristal de la ventana. Joder,
qué coño es esto, parecía decirse el pajarito mientras agitaba levemente las
alas y comprobaba que no se había roto ningún hueso. Era chiquitín pero ni de
coña se dejaba atrapar; volaba aturdido de un lado a otro de la cabaña, se
posaba sobre el radiador, volvía a la estantería de los libros y segundos
después iniciaba otro vuelo kamikaze contra el cristal de la ventana. Plas, de
nuevo al suelo. Salí disparado en busca de la cámara fotográfica. Mientras
le perseguía con mi objetivo vi que no había duda, se trataba de un pequeño
herrerillo que, aunque parecido al carbonero, no daba la talla de éste. Lo
perseguí a través del visor de un lado para otro y cuando ya estaba debidamente
fotografiado esperé a que se posara en un rincón y lo atrapé. Estaba nervioso y
el tío se debatía entre mis manos liándose a picotazos con mis dedos.
Desconsiderado, le decía, si sólo quiero verte la cara. Me fui a enseñárselo a
Victoria y después ya no le molestamos más; le tomé de las patitas y nos
despedimos de él: adiós pajarito. Y salió volando hacia la libertad del cielo.
Tras la
comida llueve. Me quedo en blanco mirando la tarde, el agua sobre los
cristales, me río recordando cómo mi hija me llama carca porque no sé, dice,
apreciar las bondades de las novelas gráficas. Y el viento zarandea las ramas
de los árboles. Y acaso en esto consiste todo, los juegos del viento, el top
top que producía esta noche el ruido de la hiedra contra mi ventana, el estar
paciente de las rosas marchitas que suben por la fachada de la cabaña y se
asoman al alféizar. Y esta cháchara continua de hablar con uno mismo, de
nombrar a las lluvias o al tiempo que hace. Y me entra la curiosidad de saber
de los pájaros, que imagino acurrucados entre las ramas del ciprés, o conocer
qué hace en este momento ese pequeño herrerillo que atrapé esta mañana al que
si volviera a mis manos podría aliviarle el chichón con un poco de hielo. ¿Qué
será de las criaturas de nuestros árboles con esta lluvia y con este frío que
empieza a cubrir el campo?
A la
noche le doy un breve descanso a mis ojos cansados de recorrer la vista por los
libros. Escucho a la enamorada Dido desesperada ante la partida de Eneas que se
dispone a dejar Cartago. La voz de Dido rasga la noche mezclada con el rumor de
la lluvia. Y recuerdo la última ocasión en que escuché esta ópera. Había subido
por la tarde al Pico de
Me
costó encontrar la choza de mi hijo en medio de la oscuridad. Me perdí en el robledal y terminé llegando totalmente empapado a las cercanías del chozo
donde el olor resinoso del humo de la chimenea perfumaba los alrededores. La
choza, de la que salía una débil luz por la ventana, auguraba un bienestar rústico
y acogedor. El pastor, como Eumeo, el porquero que recibiera a Odiseo
disfrazado de mendigo cuando llegó a Itaca, sorprendido en la soledad de su
cabaña por el caminante, se aprestó tras el abrazo de oso de bienvenida, a
preparar algo de comida sobre la estufa de leña. Descendiendo como venía de las
montañas y las lluvias y lleno de la música que cantaba a los héroes griegos de
la antigüedad, debió parecerme a mí aquel escenario como salido del libro de
Homero.
Aquella
misma noche, cuando llegué a casa, escribí unos versos:
El bello mocetón homérico
Vengo de allá
me ducho
me siento a mi mesa de trabajo
y descubro que mi jersey huele a establo
a fogata,
acerco mi nariz a la lana
como lo acercaría al vello ensortijado
de la cajita de mi amante.
Tras el olor está un día, una noche
largas conversaciones con el cabrero,
una noche habitada por ruiseñores
una luna delgada que bogaba por los velos
de un cielo cuajado de estrellas,
un largo vagar matinal por los universales:
el tránsito entre la mujer y su universal,
aquella vieja cuestión de los presocráticos... tan actual,
desde su cuerpo al sentimiento oceánico
que me provoca el sueño de su presencia,
su entrevista suavidad mientras despierto sobre un prado
rodeado de adustas masas de granito
donde ya ha puesto sus labios el sol.
Tras mi jersey y la tentadora mata de pelo
estuvieron también Purcell y la desgarradora Dido
mal de amores sobre las cumbres de La Cabrera
antes de descender a la noche junto al aprisco,
las gallinas, los gatos,
el zalamero Tizón, la elegante Jara.
Eso mientras bajaba buscando
entre los robles y las estrellas la choza del cabrero,
el bello mocetón homérico al otro lado del mundo.
Un
guasap del grupo de la familia interrumpe mi soliloquio con el pasado,
Negrito leyendo poemas de José Ángel Valente |
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