jueves, 11 de noviembre de 2021

Una música muy particular

 



El Chorrillo, 12 de noviembre de 2021

Se me acumulan las impresiones tras una tarde de lectura y una ojeada rápida a FB. David de Esteban y sus compañeros abriendo una vía en invierno en Peña Chilla hace años –una web que encontré accidentalmente-, una pareja y su hijo de cinco años atravesando Noruega a pie de sur a norte, ahora a pocos pasos del Cabo Norte, las peripecias de Tom Jones en la novela y un puñado más de experiencias desgranadas en FB, Vinches a la cabeza de la web con el familiar saludo matinal de “vamos al lío”, Laureano en el Mont Blanc, Carlos Suárez glosando la aventura del Marqués de Pidal y el Cainejo, el otoño adornando muchos de los perfiles, y con ello esa necesidad de leer y dejar el teléfono a un lado para ver en la compañía del fuego amigo de la chimenea qué me traen los pensamientos cuando los dejo caminar a su aire.

Lo cuenta José Mijares en su muro de FB, el niño se llama Mons y cumple hoy cinco años. Una ruta de 2500 kilómetros que lleva caminarla cuatro o cinco  meses. Mañana vuelven a la ruta para terminar los 30 kilómetros de tundra que les separan del Cabo Norte.

Los hechos, las aventuras de algunos son en ocasiones para aquellos que los leen o imaginan como la música para un melómano; mejor, son música ellas mismas. Cuando te vas de un lugar a otro de esos mundos mientras un grueso leño chisporrotea en el hueco de la chimenea, sea a un invierno en peña Chilla donde un terceto interpreta en medio del frío y el hielo a modo de allegro cantabile una sonata sobre una pared de granito; sea a Noruega donde un crío que pronto cumplirá cinco años anda meses junto a sus padres camino de ninguna parte, un hipotético Cabo Norte sumido en la semioscuridad del invierno que se aproxima; sea imaginando las añoranzas el amigo Laure, que sigue llenando su muro con la satisfacción que la memoria le sirve de sus viejos recorridos por el Mont-Blanc; sea especulando cómo sigue vibrando en el alma del amigo Vinches las viejas músicas que le sedujeron casi de niño –pues El Niño era en aquellos tiempos de medio siglo atrás cuando la seducción de la montaña hizo su aparición–; sea sencillamente, insisto, mientras el fuego llega a tus pupilas, cuando los hechos del mundo y las pasiones de los hombres, discurren por tus pensamientos en desordenada secuencia, a veces atropellándose unos a otros, en ocasiones siguiendo el hilo de una concomitancia, las más de las veces surgiendo de la memoria sin ninguna aparente relación; cuando esto sucede no hay cosa que se pueda parecer más a la música que este discurrir de las ideas y los recuerdos.

Abandonas el libro que estás leyendo para dar descanso a tus ojos, te acomodas en el sillón, colocas tus piernas sobre una pequeña banqueta, te cruzas de brazos y fijas tu mirada en el fuego de la chimenea. Y pronto, sin apenas darte cuenta empieza a sonar la música, primero un adagio, en tu campo de visión se ha colado el recuerdo de Casarotto y sus quince días de escalada invernal solitaria al McKinley. Lo ves allí, tiene una larga caída en la parte superior de la arista. El autoseguro funciona, la temperatura es de treinta grados bajo cero. La soledad en aquellos parajes es delirante. Pero sin apenas darte cuenta te ves a ti mismo bajo la ducha de agua fría diaria, que leyendo el relato de aquella aventura, inventaste para ti mismo –invierno y verano– en una especie de ejercicio de mimesis que te ayudaría cada día a ir más derecho. Y el siguiente movimiento se inaugura con un andante e imaginas ahora a un niño de cinco años recién cumplidos –¡cinco años!– saliendo en la semioscuridad de madrugada, caminando, acaso calzando unos esquís, en dirección al Cabo Norte siguiendo la forma imprecisa de su madre que le precede unos metros delante. Pero como en la música, de repente irrumpe un tema nuevo y ahora, en pleno allegro, me sorprendo con una sonrisa en los labios recordando la invocación que hace Fielding a las musas para presentar a una de sus heroínas, o la lucha de Mary en el cementerio con el populacho arreando a unas y a otras, ora con una tibia, ora lanzando un cráneo contra un vecino, toda una lucha al modo homérico que esta tarde me hacía desternillarme de risa. Pero obviamente el motivo principal reaparece, esa melodía que en toda sonata vuelve una y otra vez con diferentes variaciones, que esperamos y que nos deleita al punto de desear su aparición siempre tras un solo de violín  o la brusca aparición de ese señor tan serio que es el fagot. Sí, otra nueva aventura aparece en mis pensamientos. Esta vez es el Cainejo. ¿Iría descalzo o acaso llevaba esas alpargatas de esparto y lona que una vez probaste en tus primeros años de escalada?

No sé muy bien las diferencias que hay entre ensoñar –un deporte grato como ninguno–, pensar, recordar, vagar por la vida o simplemente mirar a las musarañas, pero se me antoja que todas estas “actividades” son parte de la misma cosa, una música, excelsa música, que cuando llega el invierno y pasas horas frente al fuego de la chimenea, o vivaqueas bajo un firmamento cuajado de estrellas, se convierte en delicioso estar en que la mente, libre de atados y del corsé del tiempo o el espacio, puede encontrar un gratificante estado de contemplación.   

 


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