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Originales de ¡Eh, petrel! |
El Chorrillo, 26 de octubre de 2021
Un diario a mi entender debería servir para dar cabida a
aquello que el hombre, o acaso el niño que somos, encuentra alrededor que le
gusta, que le interroga, que pone una pizca de tristeza en su ánimo, un modo de
no perderse en el barullo del mundo reservando para sí un rato de intimidad en
que hablar consigo mismo, o como en el caso de hoy, una manera de volver a los
libros que te han servido durante años de entrañable compañía. ¡Cuidado!, no te
pierdas por el camino, recuerda a Julio Villar: “Y mientras los demás se
instalan en la vida y toman los mejores puestos y se reparten los mejores
bocados, yo navego, navego”.
Probablemente en la vida nunca tendremos tiempo suficiente
para volver a tantas cosas que escribimos en los diarios, pero, ¡ah!, llega un
día como hoy y tomas el diario, no el tuyo, sino el de ese navegante solitario,
y una leve brisa te acaricia el alma, como decía Ramón.
El caso es que a veces es necesario que suceda algo que alerte
tu atención y te recuerde inesperadamente una aventura, un libro, una filosofía
de la vida, una noche en que navegabas en un lejano mar de Oriente tras un día
de bochornoso calor húmedo y que leías a la luz de la luna tan oportunamente a
Joseph Conrad. Me sucedió días atrás; accidentalmente descubrí que un amigo del
FB, de esos locos a quienes les da por hacer del monte su pasión, no sólo era
un apasionado pirineísta y fotógrafo de excepción sino que además –joder, con
algunos– Álvaro era un avezado navegante solitario metido en dar la vuelta al
mundo. Lo que de inmediato obviamente me volvió a traer a Julio Villar de la
mano.
Esta mañana al alba, mientras hacía mi caminata matinal, leía
un relato de Landolfi. Hablaba de un poeta que escribía sus poesías con un
bombo de la lotería en el que los números habían sido sustituidos por palabras.
A mí me sucede algo parecido con mi diario, que en ocasiones viene cocinado y
condimentado con lo que la suerte me va trayendo a lo largo del día. Por
cierto, que no sólo me sucede con el diario, que también en mi faceta de
cocinero, que ayer mismo en casa celebramos un cumpleaños y la tarta-pastel
sobre la que poner las velas fue producto de un encuentro casual con una receta
que había colocado el amigo Vinches en su muro: pastel de calabaza. Pues eso,
que los condimentos de un post tienen casi siempre un origen y en este caso no
sólo fueron las entradas de Álvaro sobre su navegación, sino que inesperadamente
en el mismo día me tropecé en diferentes lugares con alguna cita de ¡Eh, petrel!. Como las citas son
realmente hermosas, las voy a incluir aquí, primero para reforzar mi memoria y
después porque seguro que algunos de los que leéis estas líneas sabréis
apreciarlas.
La primera es de Toti, que tiene un olfato muy fino para vestir su muro con felices y bellas citas:
“En mi barco huele a hoguera, a ramas de pino, a bosque. Mi barco es un templo en medio del océano...”
José
Manuel Vinches me obsequió con esta otra en un comentario:
“Hoy me siento un niño y no siento ningún cansancio de mi caminar por la vida. No siento estremecimiento al mirar lo que serán mis pecados dentro de cien siglos.
Nada me
falta, no hay nostalgias en mi alma, ni dolores en mis recuerdos, ni
aprensiones en mis visiones del mañana.
Quisiera
que siempre como ahora me bastara con mi presente, sin grandes vanidades, ni
especulaciones de futuro, ni ambiciones”.
Y por último la de Ramón Portilla:
“Los
horizontes de mi vida no eran otros que los horizontes de mis montañas. La idea
de dar la vuelta al mundo surgió a raíz de un grave accidente de escalada...”
Mi ejemplar de ¡Eh, petrel! huele a libro viejo, tiene más de medio siglo. Mi ejemplar de ¡Eh, petrel! es un manual de pedagogía; mira esto si no: “¿Por qué no tratar con la ayuda de lo poco que yo sé de que los niños no envejezcan? Que sigan niños, poetas, filósofos, vivos, sensibles… Impedir que los niños se conviertan en viejos, enseñarles los delfines, y los bosques, y las estrellas. Hay demasiados viejos en el mundo”. ¡Eh, petrel!, lo decía muy bonito dos días atrás, Ramón Portilla, no es un libro, es una caricia para el alma. Mi ejemplar de ¡Eh, petrel! es el sueño de esperanza de un mundo diferente, ese mundo que otro navegante, éste navegante de los cielos, Saint-Exupery, que hablando a través de su Principito también buscaba instilar en el corazón de los hombres su vuelta a la niñez. Seguir siendo niños e impedir que los niños se conviertan en viejos.
Mi hijo menor, Mario, llenó de adolescente las paredes de
su habitación con los dibujos de Julio Villar, ese mundo y esas estrellas que
aparecen en la portada de su libro, estrellas, siempre estrellas, Castor y
Pólux saludando cada noche a ese
diminuto navegante perdido en la inmensidad del mar; un circulito en lo alto -el sol-,
una línea –el mar–, una isla en el horizonte. Mi hijo no se hizo marino, pero
se construyó una choza en el monte y vivió durante muchos años acompañado por
unas pocas cabras y un perro al modo en que Julio, creo, construyó parte de su
vida posteriormente.
Últimamente hay una idea que me resulta muy querida. Se
trata de esa certeza en la que caigo cuando pienso en lo mucho que algunas
personas han aportado, aportan, a mi vida, lecturas, modos de ver la vida,
formas de afrontarla y que son un poderoso fanal en nuestro modo de vivir la
realidad; todo un bien, un regalo de tantas personas a nuestras vidas y de lo que
ellas son desconocedoras. Escribía Daniel Pennac en uno de sus libros, no
recuerdo cual, que nunca sabremos lo mucho que podemos estar algunas personas en
el corazón de los otros. Cayó ayer, por ejemplo, en mis manos un libro, Historia de mi vida, de Hellen Keller,
escritora, oradora y activista política sordociega estadounidense, que apunta
hacia algo de lo que pretendo hablar. Poetas aventureros, gente de las artes, de
la historia, navegantes, montañeros, estudiosos, activistas de los que siempre
nos corre por dentro el calorcillo de un agradecimiento…
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Julio Villar y Ramón Portilla (Original de Ramón) |
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