martes, 5 de octubre de 2021

Tras el canto del ruiseñor

 





El Chorrillo, 45 de octubre de 2021

Cuarenta páginas y cerca de un mes dedica John Burroughs (El arte de ver las cosas) a perseguir sin conseguirlo el canto del ruiseñor. Ha viajado a principios del pasado siglo desde Estados Unidos a Escocia para vagabundear un tiempo por esta parte del mundo, y su principal objetivo en ese viaje es conseguir escuchar al ruiseñor. No ha caído en la cuenta de que el ruiseñor deja de cantar a partir del momento en que los polluelos rompen el cascarón, generalmente a partir de mitad de mayo, aunque si alguno se retrasa el canto podría oírse hasta unas semanas después. Llega a Escocia el 17 de junio. Las cuarenta páginas del capítulo están dedicadas a la búsqueda infructuosa de esa melodía que en algún momento puede arrancar en la oscuridad de un seto, un bosque, entre los carrizales o en lo alto de las ramas de un roble. Camina en la oscuridad de la noche por vegas y tupidos bosques, yace en silencio junto a un arroyo, pregunta a todo dios viviente con quien se cruza, le dan pistas, las sigue, contacta con naturalistas y granjeros, contrata guías que le lleven a lugares remotos donde usualmente estas aves cantan durante toda la noche. Todo es inútil. Le molesta incluso que los pinzones, la curruca capirotada, la alondra, el petirrojo canten a su alrededor porque estorban su búsqueda.

Me admira este enigmático naturalista norteamericano que sabe de cada flor, cada brizna de hierba que pisa, que conoce como la palma de su mano cualquier canto de pájaro, que en cualquier leve ruido entre la hojarasca sabe descubrir al animal que lo produce. Esa paciente espera de horas y horas en la oscuridad de la noche atisbando movimientos de animales, horas que para mí tantas veces han sido simple contemplación de la noche y que cuando se ha producido un ruido inesperado en el silencio del bosque sólo ha sido una especie de aceptación de que lo desconocido anda siempre rondando a nuestro alrededor sin más consecuencias. Hay, me digo en tales ocasiones, tantos bichos en el mundo, tantas posibilidades de que unos y otros se deslicen junto a mi tienda que vaya usted a saber. Mi preocupación no pasa de ahí. Por una parte confío en que los animales van a lo suyo, lo cual atañe a mi seguridad, y por otra estoy yo también tan a lo mío que no me preocupo de ello ni mucho ni poco. En una ocasión vivaqueando con una amiga ésta me despierta sobresaltada porque, dice, ha sentido deslizarse junto a ella una culebra. Me incorporo, tomo un poto, lo lleno de leche y lo dejo a un metro de distancia de nuestro vivac. A la mañana siguiente el poto está vacío; la culebra ha tomado pacíficamente su cena y se ha marchado. En otra ocasión, en la selva amazónica, junto al río Beni, acampamos protegidos exclusivamente por grandes mosquiteras y una pequeña hoguera. A la mañana siguiente, el guía que nos acompañaba nos muestra sin ningún tipo de aspaviento las huellas del puma que ha estado rondando nuestro campamento.

Es la sensación de que todo lo que me rodea, animales, tormenta, lluvia, viento son los componentes de una coreografía en la que yo mismo soy un actor más, pero un actor un tanto despreocupado por el conocimiento concreto de sus vecinos. Es la disposición de quien ante un lienzo impresionista no busca aislar en las pinceladas del cuadro aquellos colores que después, vistos en conjunto, la retina interpreta como un campo de trigo o como un mar refulgente cuya impresión primera es la de un azul, pero que visto a pocos centímetros del cuadro se presenta como una multiplicidad de colores, muchos de ellos en absoluto pertenecientes a la gama de los azules. Burroughs es un naturalista que disecciona el cuadro y en un cuadro de Sorolla junto al mar lo primero que vería sería esa enorme gama de colores que lo componen. Yo, por el contrario, en el cuadro de Sorolla me atendría a la impresión que la totalidad de los elementos unidos producen en mí, un conjunto formado por la multiplicidad de colores más primarios y cuyo resultado es el cuadro entero. No dudo de que Burroughs en sus paseos por la naturaleza fuera capaz de atender a lo uno y a lo otro, que seguro que sobradamente lo era, pero necesito acaso que mi autoestima de amante de la naturaleza no sufra demasiado por mi desatención, de ahí que busque el camino que justifique a ésta.

Sucede además que a estas alturas, cuando pienso en afinar mis sentidos y ejercitar mi memoria para dar nombre a todos esos vecinos que cantan y se mueven a mi alrededor o que adornan con sus flores o sus texturas mi camino, me siento tan agobiado que me parece totalmente imposible alcanzar esa clase de conocimiento que el naturalista parece haber incorporado a sí mismo como parte de su ser; que no se encuentre canto de pájaro que él no pueda dejar de reconocer, flor, insecto, animalillo, que no conozca; que no haya costumbre de aves, hábitos de roedores, anfibios que escapen a la observación, me abruma.

Me abruma por contraste con mi ignorancia. Es la ignorancia del amante que desearía conocer cada centímetro cuadrado de la piel de su amada, cada rincón de su alma, pero que habituado a un amor más genérico, aunque intenso, no repara en exceso en los mil y un detalles y se entrega por completo a la melodía que le viene de ella sin reparar en que lo que da vida a la melodía es el conjunto de los violines, las violas, el trombón o los timbales. Dicen, y parece cierto, que se disfruta más de la música cuando uno distingue perfectamente cada uno de los sonidos particulares que componen una obra, y lo que yo me digo al caso es que probablemente lo único que sucede es que uno todavía está en fase de aprendizaje. Eso y que por otra parte la multiplicidad de la realidad en que vivimos es tan grande, atendemos a tantos frentes, tantas lecturas, tantos conocimientos que nos falta tiempo y capacidad para profundizar en alguna de esas realidades.

De entre las capacidades de uno, el interés que los asuntos concretos nos suscitan, las disposiciones naturales que uno tiene, los deseos, un día puede brotar la necesidad imperiosa de cruzar un océano para escuchar el canto del ruiseñor, otro caminar miles de kilómetros para llegar a alguna Meca o, sin moverte de tu pueblo, como fue el caso de Kant, dedicarse a desentrañar preguntas como las que ocuparon toda su vida intelectual: ¿qué puedo conocer?, ¿qué debo hacer?, ¿qué puedo esperar? Lo que no parece posible es que se pueda dar todo a la vez, bien que no sea el caso de Burroughs que, como se dice en la introducción del libro es cierto que era capaz de vivir emboscado en soledad, pero también disfrutaba de irse de acampada con el presidente Roosevelt, podía debatir sobre teología con Ralph Waldo Emerson o emborracharse con Oscar Wilde, discutir sobre el progreso con Henry Ford y sobre poesía con Thomas Carlyle. No es fácil encontrar personas con sensibilidad y saberes tales como para integrar en su amor a la naturaleza tantos y tantos conocimientos.

Y además están las paradojas. Burroughs cruzó el Atlántico y trajinó un mes para escuchar al ruiseñor, sin conseguirlo, mientras nosotros en casa tenemos que ponernos tapones de cera en los oídos cada primavera cuando el ruiseñor se instala en las ramas de los árboles de nuestra parcela porque en caso contrario pasaríamos la primavera sin pegar ojo.  

 

 


 

 


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