El
Chorrillo, 3 de octubre de 2021
Hoy
amaneció lloviendo. Gruesas gotas de agua golpean contra el tejado de mi
cabaña, el cielo brumoso y cerrado sobre sí inspira por contraste el confort
del interior de una habitación. Mi ánimo se siente bien en este ambiente que
empieza a servir de preludio al tiempo de la lluvia y del frío. Converso
conmigo. Recuerdo tantos y tantos días pasados en mi pequeña tienda de campaña
y veo nacer en mí el deseo de reavivar esas sensaciones que de algún modo
quedaron repartidas por los espacios de mi alma en discretos rincones y que
ahora, al repicar de la lluvia, despiertan pidiéndome que les dedique un rato,
que hable de ese mundo que suscita la lluvia intemporal, la torrencial, la
arrafagada cargada de vientos y rayos, pero sobre todo esa lluvia que hora tras
hora como si no fuera a parar nunca cayó sobre Macondo o sobre mi tienda a
veces ininterrumpidamente durante un par de días.
Ah,
estamos tan habituados a buscar salir a la montaña cuando el sol caldea las
cumbres o cuando las estrellas lucen en el cielo infinitamente sugeridoras y
brillantes que acaso el pequeño añadido de mojarnos o pasar frío se convierte
en un obstáculo a nuestra sensibilidad deseosa siempre de “sentir”, de desear
algún tipo de pálpito que arrulle o conmueva nuestro interior. Imaginemos este
escenario: alguien va caminando en las
profundidades de un hayedo, el tiempo ha cambiado y ahora negras nubes amenazan
con descargar sobre la montaña; la cuesta se aligera y el sendero deja el
bosque y desemboca en un pequeño collado. Empiezan a caer las primeras gotas de
agua. El caminante se apresura, descarga su macuto y saca enseguida su tienda
de campaña, protege del agua su mochila y ya con una lluvia que preludia más
violencia, se dedica nerviosamente a instalar su tienda. Llueve ya fuerte, pero
no hay problema, todas sus cosas están a cubierto y la capa de agua le protege.
Una piqueta, dos, tres, cuatro, ya está la base, ahora el bastón en el ábside,
unas piquetas más y su casa está montada. Precipitadamente mete el macuto bajo
el ábside, entra en la tienda, cierra la cremallera, infla el colchón, dispone
el saco encima, coloca sus cosas en la posición habitual y como tiene algo de
frío se mete de inmediato en el saco.
Ya, ya
empieza el calorcillo a instalarse en su cuerpo. Sus manos metidas en el
radiador de los genitales también están empezando a calentarse. Quince minutos
más y ya sus sentidos empiezan a experimentar cierto arrobo, una indescriptible
sensación de bienestar se instala poco a poco dentro de su cuerpo. La soledad,
la lluvia, ese repentino confort… Las sensaciones bullen por todo su cuerpo con
el tranquilo borboteo de un guiso puesto a cocer a fuego lento sobre el
infiernillo.
Ahora
el caminante, que se ha preparado un tazón de té, bebe a pequeños sorbos ese oloroso
brebaje con delectación mientras oye repiquetear a la lluvia sobre el techo de
su tienda. ¿No habíamos quedado en que vamos a la montaña a recolectar
sensaciones, a buscar pequeños momentos de plenitud, a conversar con nosotros
mismos y con los elementos, a sentir el alma de la naturaleza penetrar profundamente
en nosotros hasta los mismísimos huesos?
Y el
caminante está tan cansado que, después de la cena, absorto en la música de la
lluvia, no tarda en dormirse. La nana de su repiqueteo lo arrulla, lo calma. Él
no lo sabe pero es como si ahora niño chico estuviera en un acogedor regazo. La
naturaleza, la lluvia, la brisa acunan su soledad.
Sí, por
qué huir de la lluvia, de los tiempos confusos donde tantas veces el alma ha
encontrado solaz descanso, donde se ha producido ese maravilloso encuentro
entre el caminante y la naturaleza en plena excitación, en sosegada lluvia, en
tierna caricia cuando al final en la mañana el agua deja brevemente de
repiquetear y se abre un resquicio entre la niebla. Y entonces recoges tus
cosas, haces el macuto y te echas a andar de nuevo por una ladera en donde la
niebla, misteriosa, amiga, te acoge entre sus brazos para susurrarte verdades, nuevos
conceptos sobre la realidad y el mundo, para silbar en tus oídos apacibles
músicas, sensaciones de ingravidez e intemporalidad. El mundo ha dejado de
existir y el caminante atraviesa un arroyo caudaloso, pisa un sendero
alfombrado por el manto de hojas de las hayas, se abre paso entre la espesura
de los helechos amarronados en cuyas hojas penden delicadas gotas de agua.
Visto
así ¿por qué eludir la montaña, tanta belleza escondida en un día de lluvia?
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