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"La última cena" de Viridiana |
El
Chorrillo, 13 de octubre de 2021
Es
difícil irse a la cama indiferente cuando uno acaba de ver una gran película.
Me sucede hoy después de ver Viridiana. Curando como estoy un lumbago
que me dio ayer tarde, es poco probable que mañana pueda caminar al alba más
allá de como lo hace un lisiado. Estas cosas que suceden, que sin comerlo ni
beberlo te da un tirón por las lumbares y ya estás moviéndote por casa como si
estuvieras paralítico. Anteayer ágil cono una ardilla y hoy postrado como una
momia. Como la vida misma, que decía hace un momento un amigo en un comentario.
Bueno, pues para el caso que casi me alegro, no por el lumbago, sino porque
quedar exonerado de madrugar me da cuerda para prolongar la excitación que me
corre por el cuerpo después de un intenso día que, aunque incapacitado para
moverme, fue fructífero en enseñanzas. Entiendo mal que uno pueda acabar el día
sin haber sido atravesado a lo largo de la jornada por algunas ideas felices,
una enseñanza o vivido la emoción de un instante que te ha proporcionado unos
fragmentos de música, un ensayo o un recorrido por
Leía
esta tarde en Burroughs que la realidad, tal cual se encuentra en la
naturaleza, está cruda, en bruto: hay que extraerla, pasarla por el corazón y
la mente para así despertar la percepción de lo
bello y fertilizar la naturaleza espiritual que nos vincula con ella. Burroughs
como siempre cava y cava de continuo en el mismo huerto, él y su relación con
la naturaleza, pero la idea sirve también cuando se trata de una película. Hay
quien fija su atención en datos técnicos, otros que atienden a la idoneidad del
guion o la fotografía o a la música o a la interpretación; sin embargo si lo
que estamos viendo no atraviesa especialmente el corazón es difícil que se
produzca ese estado emocional que sobresalta nuestro interior ante una
secuencia llena de poesía, asombro, ternura o dolor. Hoy sin más mi ánimo en
todo momento era atraído por la interpretación de Margarita Lozano, que hace el
papel de asistenta de don Jaime, un viejo hidalgo enamorado de su sobrina,
Viridiana. Una mujer adusta enteramente en su papel deferente de asistenta pero
que en un momento, un plano que apenas dura una fracción de segundo, una mirada
entre sorprendida, como un leve relámpago en el que se adivina la profundidad
de la feminidad, y asustada, que te llega como una realidad inesperada y
sorprendente. La percepción de lo bello, un primer plano que pide una entrega
total, se funde con la profundidad de una expresión y una mirada al punto de
convertir ese brevísimo tiempo en una revelación tanto para ella misma como
para el espectador.
Suscitar
la emoción, una emoción que generalmente es puntual a lo largo de un film,
requiere, no lo puedo entender de otra manera, de que quien organiza la
secuencia tenga el alma grande del artista capaz de vivir en sí emociones
similares. “En cierto modo, escribe Burroughs, un hombre de temperamento
artístico nunca escribe de nada que no sea él mismo”. Una idea fértil que
apunta a ese lazo de connivencia que une al artista y al espectador en donde el
primero, descubriendo parte de su mundo interior, lo que hace es sintonizar con
el mundo interior del espectador que, viéndose sorprendido por intuiciones o
hechos que de alguna manera pertenecen al campo de su experiencia personal,
artista y espectador como vasos comunicantes, asume lo que está viendo como
parte de su mundo emocional, propio o compartido en un deslizamiento de su
empatía hacia los personajes representados.
Esta
noche soy preso de esa idea de que la realidad nos llega en bruto y que es
necesario pasarla por el corazón y la mente para despertar nuestra percepción
de lo bello. Esa Corte de los Milagros al modo de Nuestra Señora de París, de
Víctor Hugo, por ejemplo, que representan los menesterosos acogidos por
Viridiana en la casa del hidalgo, con su fotografía, sus retratos, el rodar de
los acontecimientos como si de una sinfonía se tratara que debiera explotar en
un final apocalíptico al modo de Beethoven, y que se articula precisamente en
un crescendo tal de hacer necesitada la colaboración de un compositor a su
altura; esa Corte de los Milagros, decía, es de tan inenarrable belleza, sin
embargo, que acaso no se necesite más para sentirse arrastrado por su ritmo que
tener ojos y oídos. Es la realidad cuya belleza
alcanza a todo el mundo sin la necesidad de ningún especial
requerimiento.
Pausa.
Salgo un momento a la parcela. Un cuarto de luna de un naranja tirando a
bermellón acuesta su lomo sobre el horizonte de poniente. Llevo medio día con
una alfombrilla eléctrica sobre la zona lumbar y parece que el calor surte
efecto. Mejor, porque mi estado de ánimo tan propicio a seguir explorando las
posibilidades que la naturaleza me ofrece echaría mucho de menos mi habitual
escapada semanal a las montañas.
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