La hortelana ya ha convertido el bodegón en dulce membrillo... riquísimo. |
En mi barco huele a hoguera,
a ramas de pino, a bosque.
Mi barco es un templo en medio
del océano... (Julio Villar).
El Chorrillo, 14 de octubre de 2021
Ya
parecía que hoy no fuera a visitarme ningún asunto con que entretenerme un rato
dándole al coco, cuando de repente, al poco de empezar un nuevo libro –sigo sin
moverme del ambiente de los trascendentalistas americanos, Thoreau, Burroughs,
Emerson, esa gente que tendía a hacer de la vida una comunión con la
naturaleza– de este último, y teniendo sus páginas ya un
buen número de subrayados, me encontré con estas breves líneas: “Hay un hecho
especialmente mortificante que no deja tampoco de cobrarse víctimas en la
historia común: me refiero al «estúpido rostro del elogio»”. Un detalle sólo
porque sin quererlo enseguida pensé en esa práctica tan generalizada en FB que
consiste en repartir elogios tras elogios a trochemoche como si no hubiera otro
modo más divertido de comunicarse. Ser un cracks para la concurrencia es ser un
fuera serie, algo que “nos debe gustar a muchos” para que se prodigue con tanta
frecuencia a cuento de los aspectos más diversos del hacer común.
Entre
eso y la necesidad de buscar con alguna frecuencia la anuencia de los demás, se
cocina cierto ambiente en la red que en algún momento no deja de oler a guiso
de coliflor, vamos, algo no del todo apetitoso. Bien está que todo quisque en
ocasiones quiera aparecer ante los otros como guapo, comunicativo, inteligente,
buen amigo o excelente en algún tipo de actividad, pero es que los elogios se
presentan con frecuencia tan reiterativos y anodinos y como única alternativa a
la comunicación, que por fuerza uno termina por alucinar con tan recurrente y
pobre trasiego de elogios. El megusta es el amén digital, escribe Biung-Chul
Han, ese amén que durante tanto tiempo nos hemos visto obligados a pronunciar
porque era la única alternativa. (Por cierto que el autor de La sociedad del cansancio ejerce una
resistencia política muy en consonancia con sus ideas, no usa teléfono móvil,
no hace turismo (el turista viaja por el mundo como si fuera mercancía) y ha
dedicado tres años de su vida "a cultivar un jardín secreto", de cuya
experiencia hará un libro que llevará el título de Elogio de la tierra',
algo que viene muy al caso de lo que comentaré más adelante sobre el emperador
Diocleciano).
El
elogio, como esa perfumada humareda que expandía el incensario cuando de monaguillo
en los Salesianos agasajábamos a los dioses de nuestra infancia, grato como era
a los dioses, cómo no iba a serlo en esta posmodernidad en que no habiendo ya
dioses y habiéndonos quedado por tanto ayunos de la complacencia de quien se
acoge al regazo divino, por fuerza de algún modo habría de sustituirse por
algún sucedáneo, cosa que remedió el señor Mark Zuckerberg inventando el
Facebook, donde feligreses y tertulianos tienen/tenemos a nuestra disposición una
herramienta ideal para ejercer esas necesidades básicas de complacencia y
autocomplacencia que acosan al sapiens moderno en todo momento.
Quizás,
digo yo, si esos elogios fuéramos capaces de salpimentarlos, hacerlos quizás
más incienso… no sé, diversificar, crear un lenguaje menos al pan pan y al vino
vino… No me sentiría yo bien en la piel de Carlos Soria echando una ojeada a
los cientos de comentarios que le caen en su muro por su notoria capacidad para
transformar los años de la madurez en un canto a la vida y a la fuerza de
voluntad. Desde luego, cuando Emerson habla del estúpido rostro del elogio,
imagino que se refiere esencialmente al elogio ese que persigue a los lameculos
de toda condición que pululan por los entresijos del poder, político,
empresarial o cualquier otro destinado a hacer medrar a los que meten la lengua
por el ojete de sus posibles benefactores, pero igualmente quizás sirva de
aviso para cuestionar el empacho que pueda producir el excesivo uso de los
elogios como herramienta de comunicación. Hay un verbo feísimo en castellano,
el verbo epatar, causar admiración o asombro a una persona, al que debería corresponderse,
me parece, y si es el caso, en un lenguaje más trabajado. “Mi vida, escribe
Emerson en Confianza en uno mismo, es
para vivirla, no para servir de espectáculo”.
Esta
noche no me da el tiempo para más. Ayer, a mi amigo David, acuarelista notorio,
además de escalador, de las calles de la bella ciudad de Toledo, al que yo
había enviado un bodegón de nuestra última cosecha de membrillos y una copia de
un cuadro que pintara cuarenta años atrás, que me había invitado a que siguiera
algunas clases de dibujo y pintura, le decía que las horas del día no dan para
más. Y encontrando el gusto que encuentro en escribir, y otros asuntos que me
ocupan durante el día, difícilmente podría sacar tiempo para pintar. Es el caso
que ni siquiera para expresarme me llegan las horas del día. Mi post que relaciona al emperador Diocleciano con el
filósofo coreano Byung-Chul Han queda pues para otro día.
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