El
Chorrillo, 16 de octubre de 2021
La
experiencia y la lectura me han condicionado desde mucho tiempo atrás a interpretar
muchos de nuestros actos como provenientes de alguna fase anterior de nuestra
evolución, primero como descendientes de otros antropoides y, posteriormente,
como sucesores durante milenios de primitivos hombres cuyos hábitos nómadas y
de caza dejaron su impronta de algún modo sobre nuestro ADN. De manera que
libros de primatología y etología, junto a la experiencias vividas durante
milenios por los primeros hombres conforman una percepción del ser humano de
hoy profundamente marcada por sus ancestros.
A esta
percepción de la realidad del ser humano se incorporaba ayer, leyendo El sentido de la existencia humana (Edward
Osborne Wilson), el aspecto social en cuyo seno los primeros hombres debieron
de encontrar el elemento idóneo para su evolución posterior. La idea de que
gran parte de la creatividad humana es fruto del conflicto entre la dimensión
individual y la grupal de la selección natural, aparece como la idea clave en
los primeros planteamientos del libro de Wilson. Con los grupos apiñados en un
mismo campamento, y con la ventaja añadida de la construcción del nido entre
varios y la caza en equipo, escribe, se desarrolló la inteligencia social,
junto a los centros de memoria y raciocinio en la corteza prefrontal, a lo que
se añade un rasgo hereditario propio de la conducta humana como es el abrumador
deseo instintivo de pertenecer a un grupo, que va a definir gran parte de la
identidad del individuo.
¿Y…?
Pues que tratando de organizar mis ideas, siempre en el ámbito de mis limitadas
posibilidades, di por querer indagar de qué modo uno, que siempre piensa que es
distinto a los demás, cincelado por las propias manos y por las circunstancias particulares
que ha vivido, es condicionado no ya sólo por los patrones biológicos de
antiguos comportamientos ancestrales heredados, sino también por las
condiciones que le han impuesto el hecho de ser un animal social. Y es que
desde hace mucho tiempo ando buscando una explicación plausible que dé
respuesta a esa necesidad que parece común a todos los humanos de ser
reconocido por los otros. A uno le surge un interrogante y sería capaz de
revolver Roma con Santiago para encontrar la respuesta. Cuando daba clase
teníamos en el aula un buzón, ya lo conté en alguna ocasión, en donde los niños
depositaban cualquier interrogante que les pudiera pasar por la cabeza, sí, por
qué esa manzanita de Newton, por ejemplo, se desprende del árbol y cae al suelo
en vez de salir volando por los aires. El viernes era un gran acontecimiento en
el programa escolar, era el día en que se abría el buzón y se intentaba dar
respuesta a todas las preguntas que habían surgido en el imaginario de mis alumnos.
Yo, como no tengo un maestro que pueda dar respuesta a mis interrogantes, tengo
que buscarme la vida por mí mismo, si es que quiero averiguar por qué coño hago
esto o lo otro, o por qué puedo estar o no pendiente de la anuencia de los demás.
Me consuela
saber, por ejemplo, que las ganas de follar es algo ajeno a mi conciencia y que
se impone en mi constitución interna en realidad como una necesidad ajena, de
la especie, que con su apremio puede conseguir que vea culos donde solamente
hay una roca erosionada por el agua y el viento :-) . Hay cientos de comportamientos, no sólo
los que sirven para conservar la vida, como
la necesidad de comer o beber, que tienen una raíz biológica y que cumplen o
cumplieron un objetivo en su tiempo y que podemos reconocer fácilmente, la
violencia que engendramos, por ejemplo, cuando alguien nos ofende gravemente,
algo que bien podíamos haber educado con la máxima aquella de que sólo ofende el
que puede y no el que quiere, pero que… etc.
Así, ese
deseo abrumador de pertenencia a un grupo y el subsiguiente de reconocimiento
por parte de otros, lo que me planteaba, en un intento por calmar cierta
sensación de incomodidad, era si era a mí a quien correspondía la
responsabilidad de tal sentimiento o por el contrario debía de adjudicárselo al
desarrollo de algún tipo de inteligencia social que como pertenecientes a un
grupo hemos adquirido en el transcurso de la evolución. Y en consecuencia, de
la misma manera que yo no soy el causante de mis pulsiones sexuales, tampoco lo
sería de esa enfermedad que puede llegar a ser estar pendiente de la anuencia
de los otros. Y en cuyo caso lo que me quedaría por hacer sería encauzar
debidamente eso que me viene de herencia para hacerle frente, caso de que no me
guste, o ponerme a leer a Emerson :-), ese libro que comencé hace unos días y que
lleva el título de La confianza en uno
mismo, en donde no se arredra un pelo, “No somos más que populacho”,
escribe, “El hombre no se asombra de ser hombre, ni su espíritu le persuade
para que se quede en casa y se ponga en contacto con su océano interno, sino
que sale a la calle a mendigar un cuenco de agua del cántaro de otros hombres”.
Curioso
entretenimiento el mío que, intentando con el palillo pinchar la aceituna por
un rato sin conseguirlo, al fin logra algún pequeño resultado, porque averiguar
no averiguaré cuál sea la causa de ese sentimiento universal de necesidad de
aprecio ajeno, pero al menos sé que debo oponerme a él. Hace un rato, mientras
escribía estas líneas, recibí un guasap del amigo David en donde me mandaba un
adelanto de su próxima acuarela, la fachada de un obrador con el ladrillo al
desnudo en torno a la puerta que más allá prolongaba sus colores sobre el blanco
del papel como si estos fueran borrones de tinta produciendo la sensación de
una pintura salida más de las entrañas del color que de la mano del artista,
que había organizado éstos en forma de puerta, ladrillos, letreros. Le
comentaba yo que me gustaba mucho esa peculiar manera de pintar donde el motivo
parece salir como abriéndose paso de entre la ambigüedad de los colores. Lo
informe y desordenado engendrando en sí el orden y la creación. La factura
inacabada me recordaban las esculturas de Los
esclavos, de Miguel Ángel. Algo así, aunque en sencillo, me resultaba a mí
abrirme paso en las ideas esta mañana.
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