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La hora del baño a la sombra de las camelias |
El
Chorrillo, 15 de octubre de 2021
Los
pájaros, que parecían haber abandonado nuestra parcela temporalmente, volvieron
esta mañana a alegrar con su canto mi despertar, un papamoscas y un petirrojo,
interrumpidos de tanto en tanto por el bronco carraspeo de una urraca, andaban
posados en el ciprés próximo ensayando sus aflautados gorgoritos. Guardo la
esperanza de que pronto nuestra parcela vuelva a ser el ajetreado auditorio de
otras épocas. De momento ya hemos añadido un comedero suplementario a ver si
así se animan. El revuelo de alas de los gorriones junto a la cabaña pegándose
para ocupar el comedero o el cascar de las pipas de los carboneros, eran en
otras épocas la habitual música de mi despertar. No sé si Diocleciano además de
cultivar coles tenía la oportunidad de escuchar el canto de los pajarillos que
pueblan los alrededores de un huerto, porque de seguro que de haberlo
disfrutado previamente habría dejado mucho antes sus tareas de emperador para sustituirlas por el recreo del canto de
los pájaros y el cultivo de las hortalizas.
Vuelvo
a donde dejé mi post anterior ayer noche que hablaba precisamente de
Diocleciano, al que dando vueltas de una parte a otra de Oriente y el entorno
del Mediterráneo en El corazón del mundo,
una muy particular historia universal del inglés Peter Frankopan, le
encontré de sopetón cultivando coles. El autor daba cuenta de los trabajos del
emperador, al que el imperio se le estaba empezando a deshilachar por todos los
lados allá hacia finales del siglo III y, llegado a cierto punto, cuenta cómo
estando éste hasta las narices del poder, termina retirándose a la costa de
Croacia para dedicar su atención a cuestiones más agradables que los asuntos de
estado. «Me gustaría que vinieras a Salona», le escribió a uno de sus antiguos
colegas, «y vieras las coles que he plantado yo mismo»; son tan impresionantes,
continuaba, que «es posible que nunca vuelva a verme tentado por la perspectiva
del poder». La curiosa coincidencia entre la decisión de Diocleciano y la del
filósofo coreano Byung-Chul Han, de dedicarse a cultivar coles en medio de las
turbulencias, uno de las de Roma del siglo III y el otro de las del mundo de
hoy, ocupa en esta mañana mi atención. Es conocida la decisión de Cándido, de
Voltaire que, convencido de que es imposible cambiar el mundo, aunque sí
preocuparnos de lo que nos rodea más íntimamente, decide retirarse de la vida
pública para dedicarse a cultivar su jardín: Il faut cultiver notre jardin. Fray Luis de León lo puso en verso: ¡Qué descansada vida / la del que huye del
mundanal ruido, etc…!
Abocados
como estamos a vivir en un mundo confuso en donde todo es no parar, correr,
cazar gamusinos y en el que se vive tanto del megusta, una especie de comidilla
donde acaso buscamos una consistencia vital que no tenemos y que el prójimo
puede falsamente ofrecernos con sus likes,
encontrarte de repente con gestos como los de Diocleciano o Byung-Chul Han, del
que decía ayer ha dedicado años a cultivar un huerto y con cuya experiencia escribe
un libro titulado Elogio de la tierra,
cuanto menos lo que hace es producirte un cierto escozor mental que te obliga a
reflexionar y a preguntarte si ese mundo que vivimos en torno a las redes, y en
general el de nuestra relación con la sociedad, no estará gravemente abocado a
una vida fútil poderosamente manejada para hacer de ella un sujeto de consumo,
un sujeto maniatado por hábitos y costumbres diseñados para servir al diablo.
Byung-Chul
habla en algún sitio de la necesidad de recuperar "la belleza
original". De ahí ese Il faut
cultiver notre jardin, parar motores. “Quien aspire a ser un hombre debe
ser inconformista”, escribe en otro lugar Emerson; lo que significa litigar con
la realidad para transformar ésta en función de nuestros deseos y necesidades.
La uniformidad a la que vamos dirigidos poco a poco como borregos camino de un
destino común, se va convirtiendo cada vez más en esa imagen de la tela de
araña en que la habilidad del tejedor va envolviendo a su víctima para hacer de
ella un sujeto a su disposición.
Algo
debe de haber de sustancial en este poner barreras entre el mundo y nuestra
subjetividad, que lleva a algunos
hombres a retirarse de sus quehaceres corrientes para tomar la
azada y dedicarse a cavar un jardín
junto a su casa. Que Diocleciano prefiriera cultivar coles a luchar por el
mantenimiento del imperio entonces más grande del planeta, pone en el candelero
tanto las bondades de la vida sencilla como el cuestionamiento de la azarosa
vida en donde acaso tan difícil es encontrar tranquilidad de espíritu y esos
pedazos de verdad que son necesarios para que la propia vida sea algo agradable
de contemplar.
Estoy
contento, al canto del petirrojo y el papamoscas que escuchaba esta mañana
desde la cama, se ha añadido en el transcurso de mi escritura, el de la curruca
capirotada y el mosquitero común. Nuestra parcela se va animando. De aquí en
adelante tanto pájaros autóctonos, como otros en tránsito hacia el sur,
poblarán enseguida los setos y árboles de este pequeño trozo de tierra que es
nuestro hogar.
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También los petirrojos se despistan y se nos meten en casa |
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