El Chorrillo, 17 de octubre de 2021
Tomé nota esta mañana de alguna idea pero al mediodía las
tareas de casa me lo complicaron. La fosa séptica, que a falta de drenaje
bombea periódicamente las aguas residuales, no funcionaba con regularidad y
tuve que sumergirme en ella, cierto cague siempre dan estas cosas, una especie
de cueva de Pedro Botero en donde los gases que se desprenden pueden ser
peligrosos, amén de que si resbalas en la escalera caes en la pura mierda.
Total, que entre que sacaba la boya, la válvula de retención y limpiaba los
filtros y volvía a dejar todo en su sitio se me fue el santo al cielo y ahora
teng0 que hacer un desacostumbrado esfuerzo para meterme dentro del asunto,
porque si no te metes no hay manera de escribir algo medianamente pasable. Así
que tomo aire.
El asunto viene de la impotencia que cualquier ciudadano
bienpensante de a pie siente ante la aplastante evolución de un mundo que no le
gusta, ante la injusticia o ante la mera estupidez que descubre día a día cuando
pulsa unas teclas y se encuentra en la pantalla del ordenador alguna de las
noticias. La sensación de impotencia es en ocasiones tan demoledora como para
que a uno le entren ganas de salir corriendo y embarcarse para Marte. Dios me
libre de volver a sucumbir a la tentación de poner nombres y apellidos a tanta
estupidez que nos rodea, por no hablar de esa gente que camina y va apestando la tierra. No, me niego.
Me gustaría más ser optimista dentro del estrecho límite humano
en que se desenvuelve mi vida, amigos, familia, gente con la que me relaciono.
Ser consciente de la propia pequeñez debería alentar un optimismo a ese nivel mínimo
en el que uno se mueve. Querer mejorar el mundo para cualquiera de los curritos
que componemos la sociedad debería significar hacer lo que esté de nuestra mano
para empujar en ese espacio la posibilidad de un mundo mejor.
Hace un par de días llegaba yo en mi paseo matinal al
final de la lectura del libro que leía de José Antonio Marina (La pasión del poder) y fue un hallazgo
encontrarme allí en las últimas líneas una de esas ideas que te ayudan enormemente
a contextualizar, en este caso, la de que siendo pequeños y aparentemente
insignificantes, todos con nuestro esfuerzo podemos contribuir al bien común que
tanto se nos resiste. Contaba Marina esta breve historia “Un vecino visitaba los
trabajos de una catedral en construcción y llegó al tajo donde trabajaban unos
canteros que esculpían unas piedras. Se acercó a uno de ellos y le preguntó:
«¿Y usted qué está haciendo?» «¡Sudando con esta maldita piedra que Dios
confunda! ¡Qué asco de trabajo! ¡A ver cuándo suena la campana y nos vamos!».
El paseante se acercó al segundo cantero y repitió su pregunta: «¿Y usted qué
está haciendo?» «Lo que me han mandado. Un cubo de piedra para un muro». Por
fin se acercó al tercero. «¿Y usted qué está haciendo?». El cantero respondió
con entusiasmo: «¡Estoy construyendo una catedral!» Su trabajo era minúsculo,
nunca vería terminada la catedral, pero sentía que estaba colaborando a un
bello proyecto que le dignificaba”.
Algo así me comentaba hace días el amigo Antonio Montes a
raíz de alguna de esas noticias que nos hace penosa la percepción de cierta
realidad que vivimos. Esto escribía él: “Nos queda lo que siempre ha provocado
cambios, ser minoría, ser esos granos de tierra que terminan haciendo montañas”,
algo que con otras palabras volvía a decir ayer en su muro, que hablaba de la
mujer en la resistencia armada contra el fascismo y la ocupación alemana. Le comentaba
que a veces me da por pensar que en cierto modo a este mundo nuestro le empiezan
a asomar por algunos resquicios luces de esperanza; aspectos que tenían buena
pinta, buena pinta por las mujeres que van ocupando, por ejemplo, el plano
político nacional: Mónica Oltra, Yolanda Díaz, Mónica García, Ada Colau...
Estamos necesitados de esa feminidad inteligente y valiente, le decía, que falta en nuestra vida política y que
estando presente en otros momentos, como en los hechos del artículo, apenas
llegamos a conocer. A lo que él me contestaba: “También está en nosotros poner
un granito de arena intercambiando conocimiento y difundiendo esa feminidad
valiente e inteligente”.
Aspiramos siempre a cambiar el mundo desde arriba, una
revolución, unos cambios radicales que restablezcan esos olvidados criterios de
justicia que deberían presidir la convivencia en cualquier sociedad grande o
chica, que con frecuencia es como recurrir al espíritu primitivo que invocaba
de los dioses la atenuación de nuestros males pidiendo agua para las cosechas o
fecundidad para las mujeres. Siempre dioses, políticos, organizaciones
sindicales, si no malandrines, en los que depositar la resolución de nuestros
problemas. Y como tenemos prisa en ponernos a resguardo, la casa por construir
la empezamos por el tejado, olvidando que todo cambio real de una sociedad será
siempre una quimera si no comenzamos por
los cimientos, por el individuo, por lo que estos desde su humilde condición hacen
con su comportamiento, su modo de pensar, su honestidad, su sentido de la
justicia.
En España hay más de tres millones de ciudadanos que votan
la infamia, ciudadanos dispuestos a seguir la música de la flauta de aquellos
que son pura peste, pura basura en el seno de nuestra sociedad. Ignorancia,
egoísmo, bestialidad se pueden adueñar de las almas cuando alguien es capaz de escarbar en lo peor
que tiene el hombre dentro de sí. Pero también puede suceder lo contrario. Y
quizás sea ese el tajo en que nos corresponde estar. Granos de arena que
terminan haciendo montañas, que decía Antonio.
He contado en alguna ocasión una historia recogida en algún
libro sobre taoísmo. El escenario: una pequeña aldea rodeada de montañas en
donde nunca llega la luz del sol. Una mañana temprano los aldeanos ven atravesar
las calles del pueblo camino de las montañas a un anciano que empuja una
carretilla con un pico y una pala. ¿A dónde va usted?, le preguntan los paisanos.
Voy allí arriba, a la montaña, a picar para quitarla de en medio”.
Evidentemente no vamos a quitar la montaña a pala y pico,
pero está en nosotros, como decía Antonio, poner un granito de arena
intercambiando conocimiento y difundiendo esa feminidad valiente e inteligente,
por ejemplo, o tratando de conformar en nuestro entorno inmediato un clima que
contribuya a ese conocimiento general que necesitamos para saber a dónde vamos
y qué queremos.
El libro de José Antonio Marina termina con esta corta
frase: “Dejo de escribir para irme a pensar qué tipo de cantero soy”.
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