El Chorrillo, 22 de septiembre de 2021
Cita José Antonio Marina a Sartre diciendo que uno sabe si
ha nacido obediente o rebelde a los doce años.
Cuando salgo a caminar en la media oscuridad de la mañana llevo
conmigo un racimo de uvas y unos pocos higos. Son lo que da la tierra de
nuestra parcela en esta época. A estas alturas mi glotonería ha disminuido con
la reiteración, pero hasta hace días tenía que tener cuidado porque los higos
concretamente son adictivos; no había vez que pasara junto a la higuera que no
me atiborrara de higos. Luego, en mi paseo, también los encuentros, higueras
del campo de las que nadie parece hacer caso, pero que pecado sería pasar junto
a ellas sin probar su fruto. Si en el Paraíso en vez de la manzana la tentación
hubiera sido una higuera seguro que a Adán y a Eva les habrían dado una patada
en el culo mucho antes.
No imagino yo a Eva como una rebelde transgresora, sino
más bien como alguien a quien la curiosidad apremia y que acaso empieza a
cuestionarse si los caprichos de su salvífico creador no serán caprichos de un
viejo chocho aburrido. Eran los primeros habitantes del planeta y Yahvé, como
quien estrena juguete en día de Reyes, quería estar seguro de que aquellos dos
juguetes, hechos para satisfacer su ego personal, no cometerían la tontería de
contravenir sus caprichos de ególatra. El problema fue que se equivocó en su
apreciación y del cincuenta por ciento de posibilidades que había de que le
obedecieran o no, al final la suerte se decantó por la rebeldía. Margaret Mead
asegura que el comienzo de la civilización se ubica en el instante en que un
hombre al que se le había roto el fémur fue ayudado por otro. En el reino
animal si te rompes una pierna, mueres, decía. Ayudar a otra persona a superar
las dificultades es donde comienza la civilización. Es una idea alentadora que
nos ayuda a entender ese magnífico salto que dio el hombre en pos de una
humanización que definitivamente dejaba atrás a aquellos primeros monos que
fuimos.
Sin embargo, pese a Betsabé –una de las esposas del rey
David–, o quienquiera que fuese quien escribió el Génesis (Harold Bloom en El
canon occidental, no duda de esta autoría), y la contrariedad que suponía para
un poder establecido, el de Yahvé, esta primera trasgresión constituye, junto a
ese otro salto de solidaridad de que habla Margaret Mead, dos grandes momentos que
serán puntales en el desarrollo de la historia de la humanidad.
Jajaja… ¡ay, Dios!, ni que fuera un experto en complejas
materias de antropología o, vaya usted a saber, de Teología, si se quiere. Y es
que retiro la vista de la pantalla del ordenador y miro el gris taciturno de la
mañana, los campos recién arados yaciendo como soñolientos entre los almendros
y olivos dispersos, retiro la vista para poner en contexto esa última frase en
donde, como si estuviera dando una conferencia, aseguro cuales son los momentos
puntuales del desarrollo de nuestra civilización, y me sale una benévola
sonrisa de los labios. Y sí, la culpa de que yo asuma ese papel no es de nadie,
es que uno se mete poco a poco en las entrañas de una idea y ya le da por
hablar como si estuviera sobre el balcón de la plaza del Vaticano.
Vamos, y fuera bromas e ínfulas culturetas, que es de
cajón que si por las venas de los humanos no hubiera corrido la sangre de la
trasgresión bien de culo habríamos ido. Obedientes los quiso Yavhé, pero ellos,
decidieron ir más allá, ser más ellos que lo que su propio creador determinase.
¿En qué habría quedado el cuento del Génesis si Eva no hubiera probado aquella manzana? Es fácil
suponerlo, habrían tenido un asquito de vida… menudo aburrimiento; y más
entonces que no tendrían hipermercados donde comprar, televisión, fútbol, todo
eso que divierte a media humanidad.
Así que ¿obedientes o rebeldes? ¿Nacemos una cosa u otra?,
o acaso nos hacemos, y si nos hacemos ¿por qué elegimos ese camino y no otro?
Hay gente que nace para ser obediente toda su vida, que llega ante un semáforo
en rojo a las cuatro de la mañana y espera allí pacientemente hasta que el
amanecer o el color verde le de paso, quien obedece puntualmente todas las
leyes aunque éstas sean una caca hechas por aquellos que buscan el provecho
propio (el popularísimo “el que hace la ley hace la trampa”), hay quien
etcétera etcétera. Miremos este país, esos jueguecitos que se traen tantos con
la renovación del poder judicial. ¿De verdad les interesa la justicia? Tararí
que te vi. “La justicia” como medio para ejercer el poder no es un juguete que
se deba de dejar en manos de la justicia (sin comillas).
¿Entonces qué? ¿Seguimos siendo ciegamente obedientes?
Nanáis, que no, que eso de ser obedientes, nada. Que es preferible ser rebelde
y crítico que obediente acrítico que dice sí a todo lo que le pongan por
delante.
Creo que es mejor no continuar con esto, porque complicaría
en exceso el asunto y no deseo que mi cerebro se pase tampoco de revoluciones. Mejor
que cada uno se entienda con su conciencia y determine en cada momento qué
hacer con una apabullante y equívoca legislación que se tiene en cuenta o no se
tiene, según las conveniencias de unos u otros. Que no se entienda que por muy
pelagatos que sea uno tenga que comulgar con piedras de molino. Y puestos a
ello, mejor rebelde que obediente.
Propongo como despedida un ejercicio fonético. Pronúnciese
“Tribunal supremo” más o menos como viene escrito a continuación, pero
reteniendo en mente con los ojos cerrados lo que es realmente en España ese
tribunal: “Tribunal S…U…P…R…E…M…O”. Quizás después de ese ejercicio se pueda
entender mejor algo de lo que digo más arriba.
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