El
Chorrillo, 18 de septiembre de 2021
Un
magnífico atardecer se produce ante mi cabaña, un espectáculo frecuente que me
dice que soy un privilegiado. Me había sentado frente a la ventana a dejarme
embaucar por la hoguera del horizonte, quizás pensando en continuar más tarde
escuchando a Heitor Villa-Lobos en algunas de sus Bachianas, pero enseguida cambié de opinión. Esperaría un rato a
que el sol se ocultase y después repasaría unas notas que había tomado tras la
comida. Y frente a este espectáculo recuerdo aquella confesión que hacía Franco
Battiato cuando decía recogerse todos los días a la tarde frente al crepúsculo
en actitud de contemplación. Battiato, recién fallecido en el pasado mes de
mayo, irrumpe repentinamente en mi atardecer, me trae recuerdos de una larga
estancia en
Mis
apuntes hablaban hoy de la desazón del olvido. En mi agenda de trabajo había
aparecido una anotación que decía: revisar subrayados. Me había impuesto la
tarea de poner orden en los subrayados de los libros que había leído en los
últimos 10 años que, organizados arbitrariamente en un bloc de notas, corrían
el peligro de pasar a mejor vida si no los sometía a un mínimo orden que me
permitiera acceder a ellos con facilidad. Pasé la mañana poniendo etiquetas y
tirando a la basura las anotaciones superfluas. Entre todo aquello me encontré
con un puñado de libros de los que no recordaba absolutamente nada, incluso
libros que dudaba haber leído. Maldita memoria.
Los
subrayados son la esencia de lo que hemos leído, lo que nos ha llamado la
atención, lo que nos cuestiona. ¿Quién podría volver a encontrar determinado
pensamiento, una idea brillante, algo interesante si no fuera por el uso que
hacemos del lápiz dejando gruesas líneas bajo algo esencial, si no fuera por
esos interrogantes y anotaciones en los márgenes que vamos dejando como si ello
fuera un diálogo que mantenemos con el autor o con nosotros mismos? Subrayar es
ir dejando hitos en la multitudinaria barahúnda de nuestras lecturas. De ahí
ese repentino interés mío por tener a mano ahora tanto conocimiento desperdigado
que de no ser organizado y releído se perderá definitivamente en el pozo sin
fondo de la memoria y que a estas alturas se viene convirtiendo es un
formidable colador que apenas retiene lo más grueso de mis descubrimientos.
Es la
desazón del olvido. La que desde ya de muchos años atrás llama a las puertas de
la conciencia poniéndome en guardia para en lo posible atar y bien atar al
pensamiento consciente todo aquello que aprendimos en los libros. Hace no mucho
un amigo decía haber leído en toda su vida entre 6000 y 8000 volúmenes. Uno,
dos millones de páginas… ¿Qué va quedando de todo aquello? Sí, la desazón del
olvido. Dónde, en qué parte de nuestra mente, de nuestro recuerdo quedó todo
aquello? ¿Dónde las peripecias, las historias de miles de novelas leídas, dónde
quedó la historia de la humanidad, del arte, la historia de las religiones, los
asuntos de economía, los escritos de tantos filósofos, los temas de psicología
o sociología sobre los que trabajaste con tanto ahínco, todo lo que aprendiste
sobre el planeta Tierra y el Universo. Qué queda de todo eso. La desazón del
olvido.
Un
ejemplo, mi base de datos registra la lectura, hace cuatro o cinco años, de una
historia universal del siglo XX de Eric Hobsbawm, seiscientas páginas, una obra
clave en la historiografía contemporánea. Hoy, cuando repasaba los subrayados,
dudaba de que yo hubiera leído esa historia. Y sucedía algo parecido con otros
libros, autores que me sonaban vagamente, títulos que a duras penas podía
recordar y de los que yo guardaba prolijos subrayados. ¿Dónde quedaron los
versos de Paul Celan, los de Luis Cernuda, los de Mario Benedetti, los de León
Felipe…? ¿Qué sucedía en Crimen y
castigo, en Los hermanos Karamazov, en
Madame Bovary, en tantas obras
clásicas de la literatura universal que fuiste devorando durante décadas? Pequeñas
referencias, ambiguos recuerdos; bueno, eso sí, algunos detalles, los rastros
de una emoción.
Una
vez oí a alguien decir que todos los días había que dedicar un rato a la poesía,
otro a la buena música, dejar un tiempo para la filosofía, algo para la
literatura… Si el cuerpo necesita un menú variado que aporte nutrientes y
vitaminas diversos, no parece descabellado dar el mismo trato a nuestra mente,
a nuestra alma. Quizás también todos los días deberían contemplar un tiempo
para la memoria, la memoria de lo que leemos, la memoria de nuestra vida, todo
aquello que es parte de la razón de nuestro ser. La conciencia del yo sin el
respaldo de nuestra memoria, de lo que hemos vivido, de lo que hemos leído, de
todo lo que hemos aprendido desde la infancia ¿en qué quedaría?
¿No
son los libros leídos nuestra lucha interior por desgajar de la herencia
cultural recibida, las patrañas, la falsa historia que hemos heredado, la
alienación religiosa y su cultura de la muerte? ¿No es todo lo aprendido y todo
lo experimentado en consecuencia la sustancia que alimenta nuestra persona? ¿Por
qué soy así y no de otra manera sino por el trabajo de intentar abrirme paso en
la confusión de una realidad sumamente imperfecta? ¿Cuáles fueron las
herramientas, las sugerencias, los libros que me ayudaron a encontrar mi
camino, camino tantas veces dificultado por las supercherías de la religión, o
los mandados de una sociedad a la que en absoluto interesa una conciencia
crítica, un saber que, generalizado, podría dar al traste precisamente con esa
sociedad maniatada por los curas y el mercado, por una historia, una ideología
castrante que hace del individuo un fiel servidor de intereses ajenos?
¿Será
algún día el olvido como esa niebla que nos invade cuando nos adentramos en la
montaña, ligera y porosa mientras atravesamos un bosque, pero espesa y
consistente más adelante hasta el punto de no poder ver más allá de unos pocos
metros, de unos pocos años?
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