martes, 14 de septiembre de 2021

Nadie habita las cumbres

 



El Chorrillo, 14 de septiembre de 2021

 

Darwix, En presencia de la usencia, habla esta tarde sobre el amor, “el amor es un fenómeno más de la naturaleza”, como cuando rompe a llover o estalla un rayo; el amor tiene fecha de caducidad como la vida, las latas de conserva y las medicinas; es la antítesis de la repetición; es imprescindible cierto misterio, siempre es preciso cierto misterio para que el amor siga siendo una sorpresa y un regalo inesperado, y no un armario abierto de par en par con los trajes a la vista: “Nadie habita las cumbres”, concluye.

Leía en esta penumbra en que se ha convertido la tarde cuando un repentino impulso me hizo dejar la lectura para encender el ordenador. Fue cuando leí aquello de que nadie habita las cumbres. Quizás sea una obviedad pero tuve la impresión de que en esas pocas palabras se estaba enunciando una ley general. Subimos una cumbre, pero no permanecemos en ella, al poco rato iniciamos el descenso; amamos, pero en algún momento ese amor caduca y se convierte acaso en otra cosa, amistad, por ejemplo; nos embarga el deseo de un viaje extraordinario, pero transcurrido el tiempo sentimos la necesidad improrrogable de volver a casa; nos hacemos mayores y nuestras pasiones merman poco a poco: Nadie habita las cumbres.

Leía ayer una entrada en un blog en la que el autor especulaba con la idea de la dificultad que entrañan los viajes en estos tiempos que corren, epidemias, guerras, toda esa suerte de inconveniencias que a la hora de proyectar un viaje nos hacen pensárnoslo dos veces; que no está el horno para bollos, vamos. No mencionaba el autor sin embargo la razón que a mí me parece más plausible. Viajar cansa y requiere de una energía considerable a la hora de echarse la manta a la cabeza y emprender el camino por inciertas rutas que podrán ser todo menos cómodas, precisamente eso que anhelamos, mucho más todavía cuando somos mayores, la paz del hogar, el rato junto a la chimenea, las horas de la tarde transcurriendo con un libro en las manos o escuchando nuestra música preferida. Los furores de las ganas de viajar han desaparecido y ahora, desde el rescoldo que dejan las pasiones recolectamos la razón de nuestras escasas ganas en los males del mundo y en la incertidumbre.

Leyendo el post recordaba aquello que decía Salvador Paniker cuando una vez se encontró con amigo viajero de su misma edad, al que después de recibir detalles de su último viaje le contestó admirado: ¡Ah, pero todavía viajas? Es poco probable que sean los randas, los terroristas o los coletazos del Covid el freno a los viajes, y ello de parecida manera a como no estoy seguro de que la causa de que si hay días que no madrugue para salir a caminar, ello se deba a la posibilidad de que vaya a llover o se anuncie una catástrofe. Más bien empiezo a olerme que, o ya conocemos lo suficiente el mundo, razón que a última hora daba Churchill para no moverse de junto a la ventana en que solía leer, o nos faltan bríos para superar las inconveniencias del viaje. Bríos de otros tiempos que hoy en no pocas ocasiones son sustituidos por eso que Celine decía que es más fuerte que la vida, la pereza.

Cuando leí aquello de que el amor es un fenómeno más de la naturaleza, como cuando rompe a llover o estalla un rayo, tuve la intuición de que esa proposición podía servir como enunciado a una idea mucho más general. En el planeta que habitamos sucesivamente se producen movimientos de tierra, de continentes que dan lugar a grandes montañas, se dan condiciones climáticas que convierten continentes enteros en una superficie helada inhabitable, a lo que sigue el deshielo, la erosión. Hay una inquietud en el alma del mundo que no le deja quieto un instante, el planeta necesita alzar montañas, transformar el paisaje para más tarde pasar largos periodos de relativo descanso. Es lo que llamamos fenómenos de la naturaleza.

Deducir que nuestras pasiones y nuestros anhelos de todo tipo siguen una ley general que nos impulsa a amar, viajar o subir montañas, para después empujarnos a descender, terminar el viaje, o conocer que hasta el amor puede extinguirse, podría parecer una perogrullada, de hecho a nadie se le ocurriría subir al Mont Blanc para quedarse allí y construir su hogar en la cumbre, y ello especulando con la posibilidad de que el ayuntamiento de Chamonix o Courmayeur diera la licencia de obras correspondiente; perogrullada porque eso es anhelar y si no anheláramos no sé que coño haríamos en el planeta. Lo que pasa es que lo que sigue siempre tiene parecida continuación; como el corazón: sístole, diástole, sístole, diástole. Vamos, que todo lo que sube por fuerza tiene que bajar y ello aunque Newton no hubiera existido.

Yo me sobrecojo un tanto cuando leo en Darwix eso de que el amor tiene fecha de caducidad, que cuando uno se enamora por fuerza tarde o temprano llega el momento de bajar las orejas y  de abandonar por consiguiente la cumbre. Y lo prueba la literatura, o te mueres en el momento del delirio de haber alcanzado la cima, Romeo y Julieta, Tristán e Isolda, o no hay función que valga. Lo que viniere después es tan otra cosa que nunca merecerá ni la pluma de un Shakespeare ni el interés de los espectadores.

¿Y qué decir a eso de “¡ah!, ¿pero todavía viajas?”. Pues lo mismo. Diga usted lo que quiera, que el mundo está muy mal o que ahora corren los cocodrilos por las calles de Oriente, porque la realidad, por una razón u otra, será aquella de la fábula del zorro y las uvas verdes: nos hicimos mayores, la comodidad se nos metió por las rendijas del alma. La campana de Gauss, además de servir como pista de bicicrós y para conocer cómo se distribuyen los datos en la representación gráfica de una estadística vinculada a una variable, nos podría servir perfectamente para seguir la evolución de muchos de nuestros anhelos, nuestro amor, nuestras pasiones… un muy lento ascenso al principio, una explosión del deseo, la llegada a un punto culminante y, posteriormente, el lento descenso del deseo… Y sí, al final del todo, como es natural, la muerte, la muerte natural o aquella que proviene del aburrimiento, la pereza, la abulia, el no deseo. 


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