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| Manuel y Manuela |
El Chorrillo, 1 de septiembre de 2021
Joven
con coleta. Últimamente
la recuerdo con alguna frecuencia; salió a despedirme al sendero por el que
había iniciado mi ascensión al collado cercano. Su cola de caballo bailaba en
el aire asomando como en una amazona por detrás de su gorra de visera, sus ojos
chispeaban en su cara redonda mientras en un rudimentario castellano me deseaba
que encontrara un buen vivac para aquella noche. Le había contado sobre mi
manía última de dormir en las alturas bajo las estrellas y había quedado
encantada con la idea. Se despidió con una sonrisa encantadora. Aquella noche
tardé en dormirme, me había instalado a resguardo del viento tras un talud
cerca del collado y, mientras contemplaba las estrellas, no pude hacer otra
cosa que recrear su rostro y el modo tan singular en cómo me había sugerido
colgar mi tienda de campaña a secar en el tendedero del refugio, más allá de
los baños. Le faltó poco para tenderme ella misma la tienda entre las sábanas
que el viento agitaba, ya sabéis, levemente. Podéis suponer ya que aquella
noche me adormecí levemente borracho de feminidad. Me sucede de tanto en tanto,
me pongo a mirar las estrellas y alguna de ellas viene a mí, no las estrellas,
claro, viene a mí y se instala en el fondo de mi retina, y me mira y yo la miro
y una tenue ternura se abre paso entre nuestras miradas.
Desprendimiento
de rocas bajo el Infierno. Ascendía
distraído las laderas que llevan al cuello del Infierno, bajo el pico del mismo
nombre, cuando de repente oí un gran estruendo de rocas. Una gran masa de ellas
se había desprendido de la montaña y rodaban directamente hacia donde yo me
encontraba. De inmediato busqué refugio tras un gran peñasco previendo la
posibilidad de un impacto. Me inquietaba verlas descender por la ladera con
aquel estrépito. Algunas pasaban por encima de mi cabeza, otras más pequeñas se
desparramaban en abanico por los alrededores como un alud de nieve, pero la más
grande, un pedrusco que podría tener un par de metros de ancho, siguió rodando
hasta unos pocos metros antes de donde yo me encontraba. Miré la ladera con
alivio. Todo había vuelto a la calma anterior. Un acre olor a azufre llenó el
ambiente. Hecho el silencio volví al camino.
Recordé
mi primera salida a los Alpes, un día que caminábamos por lo alto de una gran
morrena solitaria y probamos alimentar nuestras sensaciones desprendiendo
grandes bloques que bajaban cientos de metros hasta el glaciar arrastrando
toneladas de rocas que sobresalían en la suelta arenilla de la morrena. Aquello
sonaba con la fuerza de una gran tormenta en nuestros oídos, un denso olor a
azufre se levantaba con la polvareda. Una salvaje y desgarradora sensación
acompañaba a aquel estremecedor caos de rocas.
Bajo
el influjo de grandes tormentas vividas dentro de una pequeña tienda de campaña
en alta montaña, narré en ocasiones las impresiones que me producía ese
continuado fragor de truenos sobre mi cabeza. En algunos momentos, cuando el
miedo cedía, mi cuerpo era ocupado por un estado de gran excitación que mucho
tenía que ver con aquellas situaciones extremas que desembocan en un orgasmo.
¿La violencia, el peligro, la excepcionalidad, el placer, el enorme fragor, la
posibilidad de ser calcinado en algún momento, lo irremediable de la situación?
¿Qué
encierran estos fenómenos cuya atracción-repulsión son tan fascinantes?
Tarde
de tormenta. Después
de la comida el cielo se oscureció al punto de que casi tuve que encender la
luz de la cabaña. Me había puesto a seleccionar y a retocar las fotos del
verano y la verdad es que estaba un poco aburrido con la tarea. Aquellos montes
que recorrí las primeras semanas al sur del lago Leman me decían bien poco esta
tarde. No sé si sucederá lo mismo cuando le llegue el turno a los textos.
Quizás tenga la culpa de ello mi estado de ánimo. Esas cosas que pasan y uno no
sabe bien de donde vienen. Total, que al final pensé que ni las montañas ni los
escritos de aquellos días tenían la culpa, así que traté de sobreponerme. Pero
nada de nada, estaba demasiado gilipollas para que se me fuera así de bóbilis
bóbilis mi apatía. Terminé dormitando mientras en el cielo se desencadenaba una
tormenta que sonaba bronca y persistente sobre el tejado de la cabaña. Me
despertó de la siesta mi nieto Manuel. Venía a que le diera unas cajas de
cartón que le había prometido con las que pensaba ampliar el cuartel general de

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