martes, 31 de agosto de 2021

Guirigay matinal

 


Mi nieto Manuel, Gitano y su gato celebran la llegada de Filomena

"La levedad, como el rocío, vence a los 
minerales, es la virgen del tiempo
que enseña a la bestia a tocar la flauta"
(Mahmud Darwix, En presencia de la ausencia)


El Chorrillo, 31 de agosto de 2021

Desde hace días tengo un guirigay por dentro que se resiste a mis deseos de ponerle en cierto orden. Sin embargo esta mañana me siento dispuesto a hacerle la guerra para que no se siga burlando de mí con sus escurridizas evasivas. Mientras tanto cumplo con la rutina de mis ejercicios. Me encontraba hace un rato haciéndolos cuando mi pie izquierdo rozó un tomo de Jenofonte que llevaba en el lomo el título de Sócrates, y que estaba flanqueado a su izquierda por Los orígenes del totalitarismo, de Ana Arendt, y a su derecha por unos ensayos de Max Weber. Suspendí momentáneamente mis ejercicios a la búsqueda de algún subrayado que me ayudara a comenzar con “algo”. Deslicé mi vista por los tres tomos dejando pasar las páginas con el roce de mi dedo pulgar. En Max Weber no encontré ningún subrayado, una sociología de la religión que parece interesarme cada vez menos según me adentro en esa edad que un amigo llama provecta y sobre la que otro escribía días atrás un soneto con un aire de cierto pesimismo. En Hannah Arendt, un tomo que debí abandonar hacia la mitad porque me cargaba su largo discurso sobre el antisemitismo y sus conexiones bíblicas, otro asunto para el que ya no tengo tiempo. No encontré nada reseñable, así que tomé el volumen de Jenofonte y el primer subrayado que me encontré fue éste: “Comparto con quien las quiere las riquezas de mi alma. Es más, podéis verme cómo gozo de la más dulce posesión, una deliciosa ociosidad que me permite siempre ver lo que merece ser visto, oír lo que vale la pena de ser oído, y lo que estimo más todavía, pasar con Sócrates jornadas enteras”.

Esto me valía, conectaba precisamente con esta ociosidad en que me muevo desde hace semana y media, y de la que surge precisamente ese guirigay al que me refería más arriba. Cuando uno pasa mano sobre mano muchas horas al día mirando a las musarañas sucede este tipo de cosas, amén de otras de carácter más bien lúdico que tienen que ver con el calor y mi gusto por andar todo el día en porretas, que sucede que la pilila en estos casos parece que estuviera como a salto de mata esperando cualquier mínima sugerencia venida de leve brisa, y por tanto capaz de levantar la cabeza de su letargo y ponerse como gato al acecho de cualquier leve e inesperada fiesta; leve, digo, porque con el calor y cosas así mejor le viene la levedad y el arrullo como de alas de paloma que la violencia de esos jadeos que dejan el cuerpo como para sumirse en una larguísima siesta, y que con estar bien no cuadran con la temperatura de un caluroso verano que a la postre convertirían las sábanas en un charco de sudor. Eso, leve que te quiero leve, viento leve, leves ramas…

Lo otro es la sensación de que las redes me saben a pan mojado, las noticias de los periódicos una continuada pesadilla sin previsible fin, y acaso alguna cosa más que se desprende de dos novelas recién terminadas, una titulada Canción dulce (Leila Slamini), de la que decía a un amigo que de dulce no tenía nada, la horrenda soledad, cierta estupidez que se instala en los corazones haciendo de la vida un frenesí que tánto se parece a ese dar vueltas a una noria en que los cangilones hace tiempo que dejaron de llevar agua. Me dejó un mal sabor de boca. La otra lleva el título de Pura pasión, obra de Annie Ernaux, y resultó un sorprendente chasco después de leer una larga crítica que, recordada a posteriori, parece escrita por un mercenario a sueldo de las editoriales, una novelita que se lee en un rato tras la siesta y que de ser yo el autor me produciría rubor entregarla a la imprenta. Creo que últimamente mi sentido de la buena literatura se ha restringido tánto que a no más tardar me voy a tener que desplazar a ámbitos literarios mucho más consolidados.

Y pese a Jenofonte y su excelente optimismo, encuentro que ni siquiera para desbaratar ese ánimo me basta levantarme temprano y salir a correr durante una hora y meterme bajo la ducha de agua fría, porque ahí sigue sin más esa leve desidia que tinta la mañana de cierta melancolía. Y es inútil buscar entre las posibles razones, huidizas y dispuestas a escabullirse en el espontáneo laberinto de los pensamientos que van y vienen distrayendo mi atención.

Ahora la brisa levanta la cortina de la puerta de la cabaña. Mi nieto Manuel juega a la Patrulla Canina sobre la moqueta. De vez en cuando interrumpe su juego y me pregunta algo, ¿dónde está la abuela?, o se interesa por el paradero de Chase y Marshall, que previamente se han metido bajo la cama; me dice que sostenga la torre que ha hecho con los respaldos del sillón y que hacen de garaje a la Patrulla. Un rato más tarde se va con su abuela que anda con la hidrolimpiadora sacando brillo a la rampa. Le veo desde la cabaña entusiasmado empuñando, como si de una escopeta se tratara, el vástago de la presión. Estoy enamorado de este nieto criado entre las jaras y los vientos de la ladera de una montaña.

Guirigay como de pájaros los pensamientos y los estados de ánimo que habitan la mañana, y sin embargo el optimismo de Jenofonte me viene grande. Desisto de poner orden en el guirigay, que sean ellos como el alboroto que arman cada mañana los gorriones y los carboneros en torno al comedero que cuelga de la acacia.

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