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Gaza y Thalos |
El Chorrillo, 2 de septiembre de 2021
Ser o no ser, dice, instalado en la solemnidad del
castillo de Helsingør, el Hamlet Laurence Olivier que yo recuerdo; allí, con la
calavera en la mano, se pregunta qué es mejor para el alma, si sufrir insultos
de Fortuna o levantarse en armas contra el océano del mal.
Mi nieto, que estos días merodea por mi cabaña una gran
parte del día y que habla sin parar, me dice ahora estar buscando huesos de
dinosaurios bajo la moqueta, búsqueda que ha sustituido al escenario del naufragio
del Titánic en que se convirtió ayer la misma moqueta cuando un iceberg venido
desde debajo de la ventana del sur colisionó cerca de las patas del sillón con
el barco en plena oscuridad. Sus intervenciones son tan frecuentes que ni idea
ya de lo que estaba intentando escribir.
De hecho había vuelto esta mañana por pura disciplina a
continuar mi trabajo con las fotografías del verano y, cumplido el tiempo que
me había propuesto, me sentí aburrido y lo dejé. Albert Camus decía que sólo se
aburren los imbéciles; sin embargo para Baudelaire el mundo, monótono y
pequeño, nos hace ver en nuestra imagen “un oasis de horror en un desierto de
tedio”. Probablemente ni uno ni otro llevan la razón. En la vida, como le
sucede al cocido, que no está hecho sólo de garbanzos, entra de todo. El caso
es que si mi nieto me deja, tratando de alejarme de ese aburrimiento, caigo en
la cuenta de que acaso ese ser o no ser
del que en ocasiones hacemos uso para diferenciar la mena de la ganga en la vida, quizás podríamos sustituirlo por esta
otra propuesta: Aburrirse o no aburrirse, esa es la cuestión.
La imagen que nos produce el aburrido siempre es algo
deprimente, el adolescente que bosteza continuamente ante todo aquello que no
sea su hobby del momento, el tedio que acompaña a aquel que no encuentra
absolutamente nada que hacer, son situaciones de las que quisiéramos estar
lejos. Dime cuánto te aburres en la vida y te diré quién eres. Cuando tiempo
atrás leía un artículo de un científico norteamericano en la edad de los
sesenta en el que exponía su decisión de dejar la vida a los setenta y cinco
años, y daba una larga ristra de razones para ello, se olvidaba totalmente de
aquella que yo creo podría ser la razón principal de todas, la previsión de que
a partir de esa edad no lograra divertirse lo suficiente como para compensar algún
que otro hándicap que le pudiera sobrevenir. Probablemente se había divertido
en la vida tánto como para llegar a pensar que habría una edad en que ello ya
no sería posible. Nos pasamos la vida jugando y, cuando vemos que ya no podemos
jugar o que el juego de antaño ya no tiene gracia, pues adiós. No es mala
propuesta. Si las diversiones te van abandonando, o las abandonas tú, lo cual
es un error, salvo que sean sustituidas por otras más interesantes, quiere
decir que hay algo que no funciona. Un día dejas de escribir, otro de jugar al
ajedrez, abandonas los viajes porque ya eres muy mayor, dejas de hacer esto o
lo otro y así poco a poco te vas muriendo. Escribía Simone de Beauvoir en su
ensayo La vejez, “Los valores, los
fines que encontramos fuera de nosotros son el fruto de nuestras inversiones.
Renunciar a nuestras actividades, a nuestros proyectos no es acceder a delicias
perezosas que aquellas nos habían vedado; es despoblar el universo
esterilizando el porvenir”.
Vamos, que para pensárselo. Decía en un comentario el
amigo Vinches hace tiempo que los que tienen por valor ser jóvenes, muy efímera
tienen su valía, y que en cambio, llegar a viejo con calidad de vida (salud, cultura,
economía…) es una prueba de habérselo currado bien en el camino, aunque también
haya tenido la suerte su papel, añadía. Así que las diversiones, no vienen por
sí solas. A fin de cuentas los recursos que nos deja la edad son tantos que no
es difícil sustituir unos por otros cuando la erosión o el uso excesivo de unos
llaman a cambiar de registro o a probar otras melodías. Yo de momento hoy me
libro del bicho ese del aburrimiento escribiendo, un juego que, como tantos
otros, pueden llenar una buena parte de la vida como lo llenan las lecturas,
los viajes y todo cuanto de bello tramamos a lo largo de los años.
Y parece que la única manera de salir del bache sea
obligándose, obligándonos tanto como cuando la cuesta o la mochila pesa un poco
más de la cuenta. Y me lo digo y lo escribo, y no por miedo a esos versos de
Baudelaire, de caer en un oasis de horror
en un desierto de tedio, sino porque como escribía Nietzsche en una cita
que retuve desde jovencito cuando leí por primera vez Así hablaba Zaratustra, “la vida es difícil de llevar: ¡no me os
pongáis tan delicados! Todos nosotros somos borricos de carga”.
No es que termine divertidísimo estas líneas, pero algo sí
han conseguido alejarme del tedio. Casi ya estoy en disposición de ponerme a
leer al palestino Mahmud Darwix, a quien leo estos días con un tanto de
emoción.
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