miércoles, 25 de agosto de 2021

Una renuente esperanza

 


Hora de la siesta en Kandy (Sri Lanka, 2006)


El Chorrillo, 25 de agosto de 2021

 

¿Dejo a mi cuerpo tranquilo en esta hora de calor, que se estire en el colchón y sucumba al amodorramiento de la siesta o trato de contestar al amigo Paci que esta mañana dejó un comentario en uno de mis post de hace días? A veces pienso que es una pena dejar pasar sin pena ni gloria estos instantes de calor que, siendo aparentemente según la vara de medir de Cervantes, para el cual las primeras horas de la mañana eran de oro y la últimas del día de plomo, pura baratija, me recuerdan que incluso a esta hora de tanto calor es posible sacarle alguna que otra pepita de oro, siempre que tengas el runrún del ventilador sobre tu cabeza. Y es que el ventilador y el calor me saben siempre al sopor de ciertas horas de viajar por Oriente, ese olor húmedo un tanto  acre y pegajoso que te sorprende cuando bajas las escaleras del avión en cualquier aeropuerto del Extremo Oriente y que parece que no va a dejarte dar un paso sobre el hórrido y abrasador asfalto de la ciudad y que sin embargo del que, llegado al hotel y en medio de sucesivas duchas, y siempre bajo el ventilador, surge la preciosa e inesperada hilazón de una prosa que ha encontrado su mejor acomodo allá cuando a la habitación llegan en sordina los ruidos del tráfico, y los poros de la piel, aliviados ahora por la brisa, susurran al ánimo alguna clase de intuición, acaso la inspiración de unos versos que jamás verían la luz en otras condiciones que no fueran aquellas.

¿Quién será capaz de rescatar de aquellos viajes tantas sensaciones que duermen en el alma del viajero encerradas como en un precioso cofrecillo? No quién, sino qué. Qué que no sean estas horas de calor que tan lejanas de las otras, sin la tórrida humedad que las acompañaban, pero que aún así todavía las evocan con la fuerza y la cercanía de un suceso que hubiera acaecido ayer mismo.

Ja, me río yo de aquellos que pregonan, como si recitaran las páginas del catecismo Ripalda, que el pasado no existe. Ni idea tiene esta gente de lo que el pasado sea para aquellos que han bebido del vino de la vida con delectación. Que Omar Khayyan les inspire.

No, no dejo a mi cuerpo tranquilo porque la densa oleada de los recuerdos de otras tierras ha venido a ocuparme. Cuando las ideas o los recuerdos se arremolinan en el cerebro es ocioso echarse a dormir, sería como dejar pasar el tren donde tu anhelo busca la caricia de una amante. El problema es que debería hablar de esa confianza que manifiesta mi amigo en que la humanidad tenga solución. Narra él, para justificar esa esperanza, la historia de Vavílov en el marco del asedio de Leningrado, acaso el ejemplo más extremo de los horrores que trae consigo una guerra (Vavílov creó la mayor colección de semillas del mundo en aquella época, colección que fue preservada diligentemente incluso durante el Sitio de Leningrado y que sirvió en parte para paliar la hambruna de los sitiados). Personalmente guardo un recuerdo extremecedor de aquella contienda, que fue plasmada por Vasili Grossman en Vida y destino, una de las novelas más  conmovedoras y grandiosas de los tiempos contemporáneos. Yo alabo la esperanza de mi amigo Paci, pero me cuesta asumir esa confianza que él tiene en un mundo mejor. El Asedio de Leningrado por los nazis, donde murieron en torno a 700.000 personas, el 97 por ciento de ellas de inanición, pese a la actividad de personas como Vavílov dedicadas a luchar y prevenir la índole barbárica de los sapiens, lo que demuestra una vez más, al menos eso  me parece a mí, es la estupidez humana, el horror, ese grito bronco y cavernoso que le sale de las entrañas del alma al final de Apocalypse Now al personaje que encarna Marlon Brando, demuestra hasta dónde la iniquidad sigue siendo un patrón de comportamiento a nivel universal. Los horrores de Vietnam y Laos perpetrados por los estadounidenses, entre cuatro y seis millones de personas masacradas, asesinadas por la bazofia de la culta Norteamérica; el millón y medio reciente de muertos en Irak; el cuarto de millón de fallecidos que deja la actuación de Arabia Saudí en Yemen, con el beneplácito de la UE y la ayuda armamentística de España; la historia de Afganistán y los acontecimientos recientes. Todo esto habla de la realidad que es una parte importante del mundo hoy.

 Obviamente no todo el mundo es una mierda, hay muchos, muchísimos, Vavílovs en el mundo, pero la balanza sigue inclinándose hacia la estupidez y un egoísmo desenfrenado que no para mientes en hacer del mundo un negocio o un charco de sangre si es necesario. Y todo ello sin considerar que el planeta puede saltar por los aires en cualquier momento si a los demonios que andan soterrados en Corea del Norte, Estados Unidos, China o Rusia les da por despertar. Creo que fue Stephen Hawkings quien antes de morir vaticinó que nuestro planeta no superaría el umbral de los cien, doscientos años de vida.

“Al elegir me voy eligiendo”. Así terminaba su post un amigo hace días. Si contemplamos cómo en este mundo vamos eligiendo día a día un camino, cómo cada vez que llegamos a una bifurcación elegimos aquella que conviene a los locos de atar, a los acaudalados, a los intereses innombrables, al consumo desenfrenado, comprenderemos fácilmente qué estamos eligiendo como porvenir de esta pequeña humanidad perdida en la infinitud del universo.

La cosa no da para guardar muchas esperanzas. Quizás un estudioso del universo nocturno como mi amigo Paci pudiera minimizar la importancia de estas “nimiedades”, si las considerara en el contexto de esa inmensidad que él estudia y en donde somos, la misma Tierra, menos que un grano de arena en el desierto. A mí a veces me gusta mirar al mundo desde esa perspectiva; me tranquiliza el ánimo. Creo que en Occidente estamos marcados por nuestro afán de transcendencia, una pésima herencia que dejó el catolicismo en nuestro subconsciente colectivo y que nada ayuda a esclarecer la realidad de la vida o la muerte.

De todos modos, seamos o no insignificantes, somos lo que somos cada uno y eso es de suma importancia para nosotros por mucho que nuestra pequeñez sea ínfima. Y ello contemplando como va el mundo puede llegar a poner los pelos de punta. Hace un par de años, atravesando los Alpes, me metí entre pecho y espalda un tocho de ciencia ficción, un género que en absoluto es de mi gusto, el libro de Cormac MaCarthy, La carretera, una novela post-apocalíptica que explora las consecuencias de este delicioso mundo que estamos levantando ladrillo a ladrillo, un mundo en el que serán imposibles las pacíficas horas de la siesta o las recurrencias a la memoria de una vida viajera que, vista bajo la brisa del ventilador, hoy sigue alentando una cierta  renuente esperanza en el futuro.

 

 


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