martes, 24 de agosto de 2021

Perenne anhelo


Atardecer en la costa neozelandesa


El Chorrillo, 24 de agosto de 2021 


El temblor de las manos en su cintura como una impronta en el recuerdo que brota con la fuerza de la lava abriéndose paso en las entrañas de la tierra, así a veces el recuerdo de una piel que las yemas de tus dedos rozaron un día. Y bendita cintura y bendito recuerdo capaz de despertar a cada uno de los rincones de tu ternura. Y acaso son las sensaciones de aquí y allá que se llaman unas a otras y dejan los poros de la piel en estado de alerta, aquellas mujeres del Evangelio que aguardaban con sus lámparas y alcuzas de aceite a las puertas de la oscuridad, la expectativa, los callejones de la memoria, y esta tarde, ahora mismo, el olor a tierra húmeda, la fragancia que la tormenta ha dejado tras de sí a su paso. Lejos todavía suenan los truenos como el rumor que deja el tracatrá de un tren que se aleja. 

Y como leves oleadas humedeciendo una tras otras la arena de la playa, vuelve el recuerdo de aquella cintura, muchachas en flor, Proust, el olor de la magdalena inundando poco a poco los sentidos junto a la tierra húmeda que abatió la tormenta hace unos minutos. 

Me asaltan otros pensamientos, en mis oídos suenan todavía los restos de un artículo sobre Afganistán donde las plantaciones de opio y los yacimientos de litio eran los protagonistas del conflicto reciente, pero tras ellos subyace la leve brisa del deseo que despierta aquella cintura, la encantadora sonrisa de aquella joven de un refugio de los Alpes que salió a despedirme con un amistoso y rudimentario castellano en los labios y en cuyos ojos bailaba para mi gozo un delicioso ramillete de feminidad. 

Había contestado poco antes de la tormenta un mail de un amigo que exponía algunas claves que arrojaban alguna luz sobre el conflicto afgano diciéndole que a veces seguir la pista a esas dos variables que son el interés económico y las creencias religiosas de índole fundamentalista ayuda a desenmarañar la enorme complejidad del mundo. El caso de Irak no estaba tan lejos de ese supuesto económico que se cierne sobre Afganistán y que allí era el petróleo y el control estratégico de la zona y aquí el interés por el opio y las llamadas tierras raras donde el litio se ha convertido en un bien muy preciado. 

La hipocresía manda en el mundo, le decía, una lacra a nivel mundial que sirve de correa de trasmisión y que los medios, enzarzados en un interesado exceso de “información”, contribuyen a tapar dejando manos libres a los que manejan los hilos de la política y la economía mundial.

Terribles algunos aspectos del mundo en que vivimos. Y le contaba a mi amigo sobre el contraste que encontraba años atrás recorriendo el Pamir frente con frente al otro lado la frontera afgana. Aldeas misérrimas y economía de subsistencia era lo que se veía en la otra vertiente del río fronterizo. Siempre el vampirismo de los países poderosos allá donde encuentran un reato de sangre en donde alimentarse. 

Pero ni siquiera el problema afgano y la terrible situación a la que se enfrentan sus mujeres eran capaces de diluir la brisa que el recuerdo de aquella feminidad que había salido a despedirme con la gracia con que yo más tarde en mis sueños podría imaginar a Dido no inmolándose en las puertas de Cartago ante la partida de Eneas, sino como quien más tarde se reencontrará sucesivamente en sus sueños con el temblor en las yemas de los dedos de su sonrisa, con la fragilidad de su cintura sugeridora. 

La tormenta definitivamente se extinguió y ahora queda tan sólo el ronroneo del ventilador sobre mi cabeza. Tarde de verano, hora de la siesta, aquellos momentos de calor de la infancia del río Alberche cuando los adultos dormían y los niños explorábamos las orillas del río en busca de ranas, o humeábamos pequeños misterios cuando mi tío, que había venido de visita a nuestro campamento familiar a ver a mi tía, desaparecía junto a ella entre los juncos y los arbustos y tras los cuales nosotros oíamos más tarde pequeños gañidos y ayes que salían reprimidos de allí como si la tierra exhalara una suerte de perenne anhelo. 

Perenne anhelo que más tarde colonizará con el leve roce de sus alas la adolescencia, la juventud, la madurez, la entera existencia. 

Ayer contestaba un comentario de un amigo que había dejado unas líneas bajo mi post último. Escribía él que después del bagaje que le había dejado la lectura de miles de libros a lo largo de la toda su vida todavía no era capaz  de atisbar ni por asomo qué coño hacemos en este mundo y ni hacia dónde vamos; ante lo que yo me decía, también, para qué coño necesitamos saber el porqué de qué hacemos o a dónde vamos si el futuro no existe, que sólo es real este instante y el rescoldo que deja de la memoria en nuestro ánimo. Le contestaba que a mí tantas lecturas sí me han ayudado a descifrar algo ese enigma. Hacemos nada, absolutamente nada, vivir. La razón, que es algo que adquirieron a última hora los antropoides más avanzados, es muy impertinente :-) y se empeña en buscar una relación de causa efecto en todo. La especie, pienso, sigue la tónica de reproducirse indefinidamente y hace cuanto puede para conservar la vida. No creo que haya más, nada por lo que rasgarse las vestiduras por demás, concluía diciéndole. 

Eso en cuanto a la especie, ahora, en cuanto a nosotros, instigados o no por los imperativos de la especie, ¿qué mejor divertimento que vivir bajo la brisa de un perenne anhelo, mejor, un anhelo así, como de hora de siesta, anhelo sueño, anhelo querencia, anhelo ternura, anhelo vestido de mujer, de sueños, de belleza? Vuelvo a decirlo aquí, el conocimiento mata (Cioran). A cambio de cultivar el huerto en que Cándido (Voltaire) encerró las expectativas de su vida, mejor abonar el anhelo. ¿O no? 


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