El
Chorrillo, 1 de junio de 2021
¿Qué
vas a hacer este verano? No sé, vivir, imagino, tirar de la mochila, buscar el
cansancio sendero arriba entre los bosques y las laderas de los montes. ¿Qué
otra cosa se puede hacer si no? ¿Cazar gamusinos? Esperar que me vengan las
ganas de escribir algo, podría ser una propuesta válida. ¿Dónde? Todavía no lo
sé, en un lugar donde halla el menor número de gente, rincones solitarios donde
tumbarme a ver pasar las nubes o a escuchar la música de un arroyo. Qué mismo
da, un lugar de esos que cada vez cuesta más trabajo encontrar y que por otra
parte tengo continuamente a mano en mi propia casa, un trozo del mundo ideal para
pasar el resto de la vida. Ahora, por ejemplo, que los estorninos han
abandonado los árboles de nuestra parcela y se ha producido un repentino
silencio sólo roto por los ruiseñores, los mirlos, los carboneros o algún que
otro pajarillo. Ahora que la brisa mueve delicadamente las hojas de los árboles
al final de un día caluroso. Ahora, al final de un día de duro trabajo de
arreglar setos y de esas tareas de mantenimiento que impiden que nuestra
parcela se convierta en una selva. Ahora que percibes que en esto puede parar
el resto de la vida. Ese ahora que podría ser siempre, no más que cuidar
nuestra casa y procurar cobijo a las pequeñas bestezuelas con las que
compartimos este pequeño espacio arbolado al sur de una gran ciudad.
Y es
que tenía el cuerpo muy cansado y después de comer me eché en la hamaca a
dormir la siesta y fue como sentir que el cansancio, el sopor y yo mismo fuéramos una misma cosa, sin fuerza más que
para seguir durmiendo. Me levanté después de un buen rato, sin embargo. Era
domingo y se acercaba la hora de jugar la habitual partida de ajedrez con Paco,
pero me pesaba tanto el cuerpo que hube de mandarle un mensaje diciendo que
mejor dejábamos el ajedrez para otro momento. No obstante me incorporé, salté
de la hamaca y me dispuse a merendar con Victoria; unos albaricoques que
habíamos recogido del árbol el día anterior y un flan con nata. Con esto y con
la conversación posterior ya estuve en condiciones de razonar mejor.
Como
llevo días deshojando la margarita del verano, fue lo primero de que eché mano
cuando se marchó Victoria. De pronto, pensando en itinerarios y los problemas
cada vez más acuciantes de la masificación que está sufriendo la montaña, me
asaltó la sensación de que el mundo se me estaba haciendo pequeño. Hasta en los
Alpes me costaba trabajo encontrar un itinerario a mi gusto que no tropezara en
su recorrido con la tropelía de las masas o la de los mercaderes de la
aventura. Estaba también la otra posibilidad de seguir sumando cumbres para mi
sueño bajo las estrellas en Pirineos o en cualquier otra parte del mundo, pero
una vez más me tropiezo con esa fragilidad que se me va metiendo en los huesos
poco a poco al tiempo que cumplo años, dificultades específicas en una arista,
un corredor, la incertidumbre de que en alta montaña cambie repentinamente el
tiempo y me pille por encima de los tres mil metros. Esas cosas.
La hora
de la siesta fue siempre un tiempo propicio para la ensoñación. Este año mejor
porque al fin di con una hamaca que lleva mosquitero incorporado, un pequeño
espacio a medio metro sobre el suelo en que mirar al mundo y sus problemas con
discreta lejanía. Hora de cerrar los ojos y atender livianamente a lo que
venga, por ejemplo, la última entrada de uno de esos solitarios que pueblan el
mundo. Julio, se llama. Contaba en su post que había salido de trabajar a las
diez de la noche y en un arranque de necesidad de respirar el perfume nocturno
en soledad, se había metido en el coche y tirado para
Y junto
a Julio me viene también el recuerdo de otro solitario, éste, un explorador ,
un maño, creo, que se fue a vivir al extremo norte de Noruega y al que a veces
sigo en sus largas y solitarias excursiones sobre las heladas tierras de la
taiga. Gente “rara”, al decir del común de los mortales, a la que recuerdo tras
la hora de la siesta mientras me balanceo en la hamaca abstraído y reconfortado
por el hecho de saber que a fin de cuentas todavía existen locos de atar en un
mundo cuya apabullante normalidad me pone a veces los pelos de punta.
Il
dolce far niente de la
hora de la siesta, la brisa, los recuerdos terminan por dejarme el alma fresca
como una lechuga. ¿El verano? ¿Vegetar en casa a la sombra de los árboles,
recorrer los Alpes, caminar como Julio en la noche por bosques y montañas,
plantar mi tienda en la taiga noruega bajo el sol de la medianoche emulando a
José Mijares, darme una vuelta por las islas Lanfoten? La maravillosa suavidad
con la que transcurren los pensamientos a esta hora hacen posible cualquier
cosa, el mundo es un pañuelo y el tiempo no existe.

Buena "Dacha" tienes.
ResponderEliminarMuchas cosas y muy interesantes las que has dicho. Por suerte aquí no encuentro a esos mercaderes de la aventura pastoreando a nadie y si, un montón de espacio vacío y hermoso.
Se está poniendo difícil el mundo para caminar, pero sí, es cierto, basta salirse de los lugares trillados para encontrar el refrigerio de la soledad.
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