El Chorrillo, 11 de mayo de 2021
Al
tiempo que sigo a medias, ahora sobre la pantalla por encima del hueco de la
chimenea donde pese a la primavera arden todavía unos leños,
Mientras
tanto en
La transposición
al medio musical de los sentimientos y sensaciones que provoca el encuentro con
Días
atrás me había llegado un artículo firmado por un conocido médico oncólogo
titulado Por qué espero morir a los 75
años. Eso es lo que quiero vivir, afirma, 75 años. Y aduce un saco de
razones muy razonables y lógicas que sitúan el asunto del final de la vida en
un marco conceptual de quien habiendo tenido una vida plena, y estando
satisfecho de ella, piensa que no merece la pena estirar los últimos años sometiéndose
al riesgo de una decrepitud que mermaría su creatividad y sus capacidades físicas
e intelectuales. Cuando haya llegado a los setenta, dice, habrá amado, habrá
sido amado, sus hijos estarán en medio de sus ricas vidas y habrá visto nacer y
comenzar la vida de sus propios nietos. Sus planteamientos eran impecables; el
único defecto que encontraba a su proposición era –en la foto presentaba un
aspecto de unos sesenta años, un hombre jovial de mirada viva e inteligente– que uno no puede especular sobre lo que pensará diez,
quince, veinte años después.
Nadie
puede vivir anclado en determinaciones sobre su vida que tomó diez, quince años
atrás, entre otras cosas porque ello sería negar la enorme capacidad que
tenemos de cambiar y de aprender, pero es obvio que el planteamiento que hace
el autor obedece plenamente a esa inquietud que alimenta los pensamientos de
las personas que vamos siendo ya mayorcitos. Incógnitas que no suponen ningún
dramatismo ni pesar en especial, pero que aparecen con frecuencia entre nuestros
desocupados pensamientos, creo, debatiéndose, por demás en un mundo que
hipócritamente niega al ciudadano el derecho indeclinable a hacer de su vida lo
que le plazca.
Viajando
hace años entre Yakarta y Bandung en la isla de Java en un destartalado autobús
junto a una anciana,recuerdo haber sentido junto a ella ese especial calor que
transmiten los muchos años de una vida a aquellos que hacen de su viaje un
contacto íntimo con las gentes, su historia y sus tierras. No teníamos ninguna
lengua común en que comunicarnos y el viaje transcurrió en un silencio en el
que a veces irrumpía una leve sonrisa de la anciana en algún momento en que
nuestras miradas se encontraban. Cuando el autobús hizo una parada en su largo
recorrido, la ayudé a bajar los escalones y aproveché para pedirle permiso para
hacerle una foto. Accedió a ello con toda naturalidad. Es el rostro que aparece
en la cabecera de estas líneas. Había algo en la mirada de esta anciana, no sé
qué, algo que despertaba mi emoción. ¿La simple contemplación de la vida? ¿Su
reposada y a la vez inquisitiva mirada? ¿La deferencia que suscitan aquellos en
los que adivinamos un rico mundo interior en la más humilde de las
circunstancias?
Me
contaba el amigo del que hablaba más arriba que su madre, noventa y tres años
me parece que tenía, aún mantenía intacto su sentido del deber social y
familiar, riñendo todavía a sus hijos cuando iban con los pies descalzos o no
comían lo suficiente. Siento una especial empatía por estas personas. A veces
pienso que pese a los hándicaps de la edad también este periodo de la vida
puede ser hermoso, otro tiempo, otro modo de vivir, pero sugerente y atractivo
si el entorno y las capacidades mentales respiran un clima de salud. Pienso en el
oncólogo al que me refería más arriba y creo que con esa decisión de vivir sólo
hasta los 75 años acaso se pudiera estar perdiendo uno de los momentos de la
vida verdaderamente apreciables: ver crecer a los nietos, disfrutar de la
naturaleza, aprender más de la vida y de los libros, atender a la llamada de la
amistad, sentir hasta en las entrañas el cariño recíproco de los hijos, de la
pareja, así hasta que verdaderamente sintamos profundamente esa necesidad de
marcharnos.
I love you. Bye.
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