martes, 11 de mayo de 2021

Permission to go

 



El Chorrillo, 11 de mayo de 2021

 

Al tiempo que sigo a medias, ahora sobre la pantalla por encima del hueco de la chimenea donde pese a la primavera arden todavía unos leños, la Sexta sinfonía de Beethoven que Victoria escucha a mi lado con toda la atención del mundo, leo el mensaje de un amigo que habla de su madre, tan mayor ya. Se va apagando y abandonando paulatinamente, dice, al ver con impotencia y desesperación contenida que sus capacidades físicas merman y los de su edad ya no están... Acaso, comenta, tal vez está esperando a que le demos “permission to go”...

Mientras tanto en la Sexta, allí en su escena junto a un arroyo, los conejillos de indias saltan, emiten su cucú los cuclillos representados por dos clarinetes y el ruiseñor de mano de la flauta travesera lanza sus gorjeos al aire. La tormenta del cuarto movimiento está por llegar pero la vida, los pájaros y los arroyos, celebran el encuentro con el paseante que se ha sentado junto a un riachuelo a contemplar la tarde.

La transposición al medio musical de los sentimientos y sensaciones que provoca el encuentro con la Naturaleza, tiene una fuerza contundente similar a la que en ocasiones nos produce la realidad, en este caso la de los muchos años vividos. Según se acerca la sinfonía al final, tras la tormenta la calma, pienso que quizás esta música fuera muy oportuna para ese momento crucial de la despedida: I love you, go! El hijo, la hija, los nietos, besando la frente de la abuela, la madre, que feliz de estar rodeada de los suyos se dispone a decir adiós.

Días atrás me había llegado un artículo firmado por un conocido médico oncólogo titulado Por qué espero morir a los 75 años. Eso es lo que quiero vivir, afirma, 75 años. Y aduce un saco de razones muy razonables y lógicas que sitúan el asunto del final de la vida en un marco conceptual de quien habiendo tenido una vida plena, y estando satisfecho de ella, piensa que no merece la pena estirar los últimos años sometiéndose al riesgo de una decrepitud que mermaría su creatividad y sus capacidades físicas e intelectuales. Cuando haya llegado a los setenta, dice, habrá amado, habrá sido amado, sus hijos estarán en medio de sus ricas vidas y habrá visto nacer y comenzar la vida de sus propios nietos. Sus planteamientos eran impecables; el único defecto que encontraba a su proposición era –en la foto presentaba un aspecto de unos sesenta años, un hombre jovial de mirada viva e inteligente– que  uno no puede especular sobre lo que pensará diez, quince, veinte años después.

Nadie puede vivir anclado en determinaciones sobre su vida que tomó diez, quince años atrás, entre otras cosas porque ello sería negar la enorme capacidad que tenemos de cambiar y de aprender, pero es obvio que el planteamiento que hace el autor obedece plenamente a esa inquietud que alimenta los pensamientos de las personas que vamos siendo ya mayorcitos. Incógnitas que no suponen ningún dramatismo ni pesar en especial, pero que aparecen con frecuencia entre nuestros desocupados pensamientos, creo, debatiéndose, por demás en un mundo que hipócritamente niega al ciudadano el derecho indeclinable a hacer de su vida lo que le plazca.

Viajando hace años entre Yakarta y Bandung en la isla de Java en un destartalado autobús junto a una anciana,recuerdo haber sentido junto a ella ese especial calor que transmiten los muchos años de una vida a aquellos que hacen de su viaje un contacto íntimo con las gentes, su historia y sus tierras. No teníamos ninguna lengua común en que comunicarnos y el viaje transcurrió en un silencio en el que a veces irrumpía una leve sonrisa de la anciana en algún momento en que nuestras miradas se encontraban. Cuando el autobús hizo una parada en su largo recorrido, la ayudé a bajar los escalones y aproveché para pedirle permiso para hacerle una foto. Accedió a ello con toda naturalidad. Es el rostro que aparece en la cabecera de estas líneas. Había algo en la mirada de esta anciana, no sé qué, algo que despertaba mi emoción. ¿La simple contemplación de la vida? ¿Su reposada y a la vez inquisitiva mirada? ¿La deferencia que suscitan aquellos en los que adivinamos un rico mundo interior en la más humilde de las circunstancias?

Me contaba el amigo del que hablaba más arriba que su madre, noventa y tres años me parece que tenía, aún mantenía intacto su sentido del deber social y familiar, riñendo todavía a sus hijos cuando iban con los pies descalzos o no comían lo suficiente. Siento una especial empatía por estas personas. A veces pienso que pese a los hándicaps de la edad también este periodo de la vida puede ser hermoso, otro tiempo, otro modo de vivir, pero sugerente y atractivo si el entorno y las capacidades mentales respiran un clima de salud. Pienso en el oncólogo al que me refería más arriba y creo que con esa decisión de vivir sólo hasta los 75 años acaso se pudiera estar perdiendo uno de los momentos de la vida verdaderamente apreciables: ver crecer a los nietos, disfrutar de la naturaleza, aprender más de la vida y de los libros, atender a la llamada de la amistad, sentir hasta en las entrañas el cariño recíproco de los hijos, de la pareja, así hasta que verdaderamente sintamos profundamente esa necesidad de marcharnos.

I love you. Bye.

 

 

 

 


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