El Chorrillo, 1 de febrero de 2021
Cuando uno intenta adentrarse en eso que llamamos
realidad, lo que en realidad son las cosas, lo hábitos, lo que hay que hacer,
todo ello desprovisto de los afeites de la moda, las convicciones y demás
matraca añadida por gurúes y creadores de opinión o simple imposición social,
pareciera que las puertas que quisiera abrir rechinaran faltas de aceite como grandes portalones desprovistos
de engrase. Hay realidades que se dan tan por sentadas que al intentar sacarlas
del sueño de los hábitos y ponerlas bajo el microscopio para ver de qué estas
compuestas, se hacen tan renuentes a la luz que prácticamente hay que agarrarlas
de las orejas para sacarlas a escena.
De momento se me ocurre algo que ya comentaba ayer cuando
me refería al uso melindre que se hace de determinadas palabras, como si su
utilización supusiera para quien las usa un demérito de su cultura y condición.
Recuerdo divertido, por ejemplo, cómo Torrente Ballester en una novela de la
que olvidé el título, alababa la exuberante riqueza con que el lenguaje popular
nombraba a los genitales masculino y femenino, aludiendo incluso a la
posibilidad de que en determinado contexto prácticamente cualquier palabra podría,
llegado el caso, nombrar un pene o un vagina, esos términos precisamente que
ningún corrector ortográfico contemplaría porque para él esas cosas no existen.
De dónde nace esa disparidad entre el lenguaje coloquial
de la calle, para el que los genitales pueden ser nombrados con una numerosa
cantidad de términos, mientras que en el lenguaje escrito se ponen
continuamente restricciones a su uso como si tales no existieran, o peor,
porque se consideran indebidos. ¿Cuál es la razón de que la palabra vulva sea
aceptada, aunque si se evita es mejor, en la comunicación corriente y la otra,
coño, sea un término sólo “permitido” o tolerado, o acaso relegado, al ámbito
de la clandestinidad? ¿Quiénes metieron las manos con tanto ahínco en el uso
del lenguaje para llegar a este disparate de considerar a unas palabras aptas y
a otras inmundas como provenientes de los bajos fondos de la vulgaridad? Una
palabra, que no huele, ni tiene sabor, que nació para referirse a algo en
concreto, que puede ser bella, fea o sonarnos agradablemente al oído , o todo
lo contrario, ¿por qué llegamos a decir que es malsonante o que es una palabra
fea, como se les dice a los niños? ¿Suena peor, huele peor, es más guapa o más
fea la palabra cagar que aquella otra, defecar? Quizás podamos decir que “coño”
tiene un sonido más rotundo y que vulva es más silabeante, más fino, pero
¿malsonante?
Cuando uno piensa en estas cosas tiene la impresión de que
el asunto, como ha sucedido con la vestimenta a lo largo de los siglos, no pasa
de ser la manera que algunos grupos sociales han inventado con el objeto de
marcar distancias con “los otros”, la plebe, la gente corriente y vulgar, cosa
que han conseguido con tanto éxito como para que la generalidad de la población
tienda a hacer un uso del lenguaje adecuado a ciertas normas más o menos
establecidas en ámbitos de “cultura superior “, con lo que transcurrido el
periodo de reacomodo todos aquellos que para nombrar una cosa utilicen un
término “no autorizado”, inmediatamente caen la desgracia de ser considerados
ignorantes y pobres diablos imposibilitados de tener roces con las castas
superiores que son las que han definido lo que es malsonante y lo que no lo es,
aunque la cosa no tenga nada que ver con el sonido sino con la determinación
totalmente arbitraria que los detentadores del lenguaje, los que establecen lo
que está bien o mal, determinen.
Es obvio que con una acumulación sucesiva de hábitos que
instan a niños y no niños al uso parcial y castrado del lenguaje, se llega a un
clima como el de hoy donde
Con la vestimenta sucede otro tanto. Alguien elige un
cacho de trapo colgado al cuello como si fuera la cuerda de una horca, algo que
para algunos podría ser bonito o elegante, y empieza a correrse la voz y, tal
que una pandemia se tratara, al cabo de los años hete ahí, toda la gente que
quiera tenerse por distinguida habrá de tomar un cacho trapo y colgárselo del
cuello. Bien es cierto que la moda, catolicismo habemus, no consistió en atarse
el cacho trapo al rabo, vamos al pene o miembro viril, para atenerse a la
terminología de los finolis, al modo de los papúes de Nueva Guinea que se lo
adornan con un caperuzón vegetal, que eso sí habría sido motivo de gran
curiosidad y entretenimiento. Nada más tendríamos que imaginar una hora punta
en el metro con los sapiens luciendo su corbata colgada de una polla dispuesta,
a la vista de alguna compañera de viaje sapiens también, a entrar en espontánea
erección.
Vamos, que en vez de inventar cosas divertidas como la de
ese espectáculo de pollas encorbatadas, los señores decidieron atársela más
arriba, quedando establecido en el mundo entero aquella como signo de distinción,
de distinción por prestigio y de distinción por ser diferentes a los otros, a
los descorbatados y descamisados… esa gente del montón.
Y así, tras la corbata pueden ir pasando en procesión
montones de pequeños detalles que ilustran hasta qué punto triunfa esa
mentalidad que hace caso omiso de aquel refrán de que aunque la mona se vista
de seda mona se queda. Uno puede darse el gusto de comprobar, por ejemplo, en los
periódicos de gran tirada a algún periodista que, asumido de las reglas de lo
que la beautiful people le ha enseñado, se le ve colar en su crónica la
crítica a un asistente a un banquete político porque no sabe usar el cubierto
del pescado “como Dios manda” o porque el nudo de la corbata del jefe de la
oposición no se atiene a determinadas reglas o la pajarita no conserva su debido
estatus.
A veces me da que pensar que un pelagatos como un
servidor, dado con tanta frecuencia a la manía de escribir trochi mochi, no
debería poner en cuestión los sacrosantos hábitos sociales de tan añeja prosapia;
me da por pensar, pero como de lo que se trata es de divertirse un poco, pues
ahí queda.
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