miércoles, 17 de febrero de 2021

Reflexiones ingenuas sobre la madurez

 



El Chorrillo, 17 de febrero de 2021

 

Camino que va uno del desguace no es de extrañar que con cierta frecuencia te preguntes por las consecuencias del desarreglo del motor; hoy te falla una biela, mañana el tubo de escape se descuelga y hace un ruido infernal sobre el asfalto o te sucede que tal pieza de repuesto está descatalogada y ni en La Torre encuentras una que la sustituya. Ante estas eventualidades que ya ni la ITV es capaz de solucionar, no es difícil que en este diario aparezca con excesiva frecuencia la palabra vida, ¿una manía?, ¿una obsesión?, ¿un exceso de mirarse el ombligo?, ¿una preocupación razonable? No lo sé, probablemente la razón sea que la vida en sí misma es una pasión y como tal es imposible dejar de hablar de ella por mucho que vayas poniendo parches y necesites un audífono, una rótula de plástico o cargar acaso con un tensiómetro porque la presión arterial parece a veces una montaña rusa. Esta tarde hablando por teléfono con Carlos Soria le expresaba esta clase de preocupación que yo creo que es exclusiva de este periodo de la vida que he inaugurado desde que pertenezco a la cofradía de los septuagenarios; le comentaba de cuánto vamos necesitando de tener referentes; y es que le oía al otro lado de la línea tan despierto, tan como si ahora mismo tuviera no más de treinta años, que por fuerza el referente estaba claro. Y que este hombre no es que tuviera un sueño, como Martin Luter King (I have a dream), es que su vida parecía ser un continuado sueño. La gente de a pie, como un servidor, soñamos una noche y cuando te despiertas el sueño se ha desvanecido, cosa que no les sucede a otros que parecen sumidos perpetuamente en sueños tales que una docena de vidas no serían suficientes para satisfacer.

Vamos, que darle a la manivela de la moviola de la vida parece una preocupación razonable. En ella se mezclan de continuo tal cantidad de variables de uno y otro signo que cuesta ver claro, así que ve al desván a por el cazamariposas, toma la lupa de Sherlock Homes y a hacer de entomólogo a ver qué se saca en claro. Hace no mucho, hablando con un amigo de mi edad al que yo recordaba los tiempos más preciados de nuestra mutua juventud con una aire de cierta nostalgia, apenas me dejó terminar para decirme que él en absoluto cambiaba aquellos años de juventud por los de ahora. Alguien que se expresa así entiendo que está en camino de la perfección (jajaja), una perfección mucho más sana que aquella inútil que pregonaba Teresa de Jesús en su libro y que iba encaminada a conseguirse una plaza en el patio de butacas del Paraíso; sana la del amigo porque si tuviste una juventud de sentirte muy cómodo dentro de tu piel la conclusión obvia es que te has montado una vida digna de mirarse con gusto.

Hay quien parece haber estado bien siempre y no necesita comparaciones, para quien el eterno presente es un baile agarrao que ellos bailan con la vida desde siempre con la vista puesta en sus sueños, que ayer fueron X y que hoy son Z; esa clase de filosofía que supo hacer del carpe diem la asentadera para cada ocasión de la existencia. En este caso todo tiene más mérito porque, si aun haciendo de tapicero toda la vida y teniendo una infancia donde nadie daba duros a peseta y había que ganarse la jala con muchos esfuerzos, alguien se encuentra a su anchas, es que es un privilegiado. No un privilegiado al que le llueven de bóbilis bóbilis ese estar bien en la vida, sino el privilegio que viene de asumir responsabilidad, cumplir sueños y no parar mientes en las dificultades.

Vivir es un acto de coraje o vivir es militar, guerrear, reza alguna cita de Séneca. Y bueno, descartado esto, ahora lo que queda saber es lo que viene a continuación, lo que viene y cómo viene, sí, tras los setenta y los ochenta. Y es hablando de ello que le comentaba a Carlos que no hay ejemplos en la literatura de montaña en que se muestre la evolución que sufren los seniors del alpinismo en este lento camino hacia la madurez, la lucha con sus limitaciones crecientes, su filosofía, el aggiornamento que se produce en sus pensamientos, sus decepciones, sus alegrías. Y es en este contexto en el que  le comentaba que probablemente fuera él la persona más apropiada para hablarnos de estas cosas.

Si de continuo metemos las narices en los libros, somos apasionados de sus páginas o incluso vemos determinadas películas, entre las razones principales se encuentra, creo, el deseo de saber cómo piensan otras personas, qué sienten, cómo superan sus dificultades, cómo les nacen los sueños y los llevan acabo: qué les pasa, también, y mucho en mi caso, cuando se van haciendo mayores. A mí escasamente me interesa el relato físico de ascensiones notorias si no va acompañado por lo que sus actores sienten, sus anhelos, su temor, el modo en cómo en su voluntad se va abriendo paso un sueño o proyecto hasta convertirse en una pasión ineludible. Una excelente escritora de libros de montaña como Bernadette McDonald, un ejemplo, sabe hablarnos del alma de los alpinistas que retrata. A esto me refiero. Cuéntanos de tus sueños y la lucha contra los demonios y el miedo, parece que le dijera el lector al autor de un libro de montaña. Y si no lo cuentas directamente, háznoslo sentir al menos con la fuerza de tu relato.

Yo quiero ser fiel lector de un libro que hable, no de subir un ochomil, sino de un libro de un amante apasionado de la montaña que asciende por las empinadas laderas de la edad de los 60, 70, 80, 90 y me cuente lo que pasa por su interior, lo que siente, cómo se las apaña con los hándicaps y los achaques, qué alegrías saca de su lenta a ascensión por esas abruptas laderas. Si además el autor de ese libro hipotético es un hombre sencillo, humilde, mejor que mejor.  Por cierto, que en este punto se me ocurre que una buena metáfora de la vida sería la de una montaña donde los años de aquélla estuvieran representados por las curvas de nivel. Empezaríamos escalando la montaña en el nivel cero y durante toda ella, tramo a tramo, iríamos ganando altura hasta la cercanía de la cima, momento este último, el definitivo, la cúspide de la vida, en que volverse y mirar con orgullo desde arriba la existencia entera. Hora de tomar aliento y decir Good bye!, Ciao!, ha sido un placer.

Ingenua y simplista imagen, lo sé, pero no está tampoco mal hacerse niño, agarrar como un párvulo un estuche de esos que usábamos en el colegio, ¿cómo era?, sí, pinturas Alpino, y empezar a garabatear aquellas montañas picudas que tanto gustábamos diseñar y que en la madurez pueden convertirse en símbolo de una atractiva ascensión. 

* * *

Terminado este post me acordé de Martínez de Pisón del que había escuchado por Carlos sobre su paso por el escenario del Covid y escribí una nota a un amigo pensando que me podría dar alguna información adicional. Desde que leí su libro El territorio del leopardo e intercambié con él un par de emails es una persona por la que profeso un especial cariño, esos sentimientos que se te imponen sin que tu razón intervenga para nada. No, no son las cosas tantas veces ni mucho menos tal como las pintaba más arriba, ese deporte de escribir y especular desde el sillón sobre la vida, más tratándose de una vida intensa, generosa y hermosa como la de Eduardo, ante cuya situación actual hablar de cumbres y similares casi puede ser indecoroso cuando nos acercamos a la otra cara de la moneda con una esposa fallecida no hace mucho y graves achaques de la edad. Le decía al amigo que no sabía por qué se me hacía un nudo en la garganta leyendo las noticias que me daba de Eduardo, que me costaba comprender íntimamente lo que sucede en el alma de la gente mayor, especialmente cuando lo sientes tan dentro de ti y las circunstancias son tan penosas.

 

 

 

 


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