El
Chorrillo, 15 de febrero de 2021
Me he
habituado de tal manera a permanecer tanto tiempo con los ojos cerrados después
de que suene el despertador, que cada vez me cuesta más levantarme y abandonar
ese mundo que desde la oscuridad se abre cada mañana a mis sentidos y a la memoria.
Despertar y con lo que ojos cerrados ir saliendo del sueño poco a poco con la
lentitud con la que el nuevo día empieza a asomarse en el horizonte… Esa imagen
que tengo grabada desde hace años de cuando empecé a hacer los Caminos de
Santiago en invierno, una veintena más o menos, y comenzaba a caminar a las
seis de la mañana en plena oscuridad, a veces chapoteando en el barro o bajo la
lluvia, otras con un manto de estrellas sobre mi cabeza, posiblemente Casiopea
indicándome la dirección del camino del norte si estaba en
Las
noches de invierno caminando por los senderos de España antes del alba forman
tan hondamente parte de mí que difícilmente sé encontrar momentos más preciosos
en que yo, mis enanitos –o mi alma, para otros– nos podamos comunicar al
unísono con tanta penetración y entendimiento. Mi yoga matinal caminando en la
oscuridad de los inviernos lo es ahora, en tiempos de confinamiento, en estas largas
mañanas de ojos cerrados en donde las estrellas y sus constelaciones o el rumor
de la lluvia golpeando sobre mi capa de agua son sustituidos por el dulce vagar
de los pensamientos y los recuerdos.
Muchas
mañanas, cuando las agujas del reloj frisan ya el mediodía, me debato entre dos
tendencias, la que me dice que ya está bien, que es hora de levantarse, que la
hortelana debe de llevar ya horas trajinando en la parcela o en la casa, o que
se me va a juntar el desayuno con la comida; me debato entre ésta y aquella
otra como dentro de la oscuridad del líquido amniótico donde un futuro bebé
vive flotando en la autoconciencia de su propia existencia.
No
siempre fueron así mis mañanas, en otras ocasiones en vez de permanecer en la
cama, me levantaba, también en invierno, a las cinco de la mañana y salía a
caminar por los alrededores de casa por una hora o más. En realidad era como
estar en la cama con los ojos cerrados, sin linterna, a veces con dificultades
para ver las puntas de las botas recorría caminos conocidos mientras mis
pensamientos se daban largos paseos por el mundo de las ideas o los recuerdos.
Después llegaba a casa, apilaba unas brazadas de leña en el hueco de la
chimenea de mi cabaña y sentado en el suelo me sumía en la nada de contemplar
el fuego. Sólo un buen rato después por la ventana asomaba la débil claridad
del nuevo día. Aquel invierno escribí un libro que daba cuenta de aquellas horas
que precedían al alba. El libro llevaba el título de Diario de las cinco de
la mañana.
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Diario de las cinco de la mañana |
Esta
mañana, pasa ya del mediodía, pensaba que también podría escribir otro libro
parecido con esa hora, una, dos horas, que transcurren desde que me despierto
hasta que definitivamente abro los ojos y decido levantarme.
Hubo,
no obstante, un imprevisto. Había olvidado dejar el teléfono en modo avión, y
éste en determinado momento interrumpió
mi navegación en la oscuridad. Por cierto, que al echar mano de ese sustantivo,
navegación, enseguida me acordé de Julio Villar y su ¡Eh, petrel!, una vez más entre las tantas que me
acuerdo de él y de sus largas noches de vagar por los océanos del mundo solo. Y
es que entonces la experiencia de la noche se me vuelve inefable experiencia de
soledad por los mares, y tánto como para imaginarme también otra soledad
paralela, la de Rosie Swale en la inmensidad de Siberia o sobre la superficie
helada del río Yukón en Alaska con su frío invierno. El hombre con el hombre,
la mujer con la mujer, solos en la horrísona soledad del desierto siberiano o
la inmensidad del mar…
Decía
que había olvidado poner la modalidad avión y un rinrín interrumpió mi navegar
en la oscuridad de mis ojos cerrados. Era un guasap de mi amigo Jorge que lleva
una temporada en que se despierta con el santoral en la cabeza y en ocasiones
me da los buenos días con los acontecimientos que le trae el calendario; si es
Navidad me regala pinturas de Lorenzo Lotto o Sandro Boticelli, si Reyes pueden
ser lienzos de Giotto de Bondone; ayer era el aniversario del nacimiento de
Joaquín Sabina y me despertó con el Romance
de la dama y el pastor, un tema en que a Sabina todavía no se le había puesto
esa magnífica voz de sus temas más clásicos. Hoy el aniversario era el del
nacimiento de Beethoven, con lo que me correspondió con
Estaba
con Jorge y sus buenos días, y antes con la oscuridad de los ojos cerrados.
Total, que Jorge me sacó de esa oscuridad y con los ojos abiertos no me quedaba otra cosa
que echar mano al teléfono y dar cuenta a mi diario de los hechos acaecidos en
los momentos previos al desayuno, estas líneas.
Ahora
sí, ahora ya sí que me levanto. La una del mediodía: buena hora para quitarse
las legañas y desayunar.
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Deep Blue vs Kasparov |
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