sábado, 13 de febrero de 2021

Ese universo tras los ojos cerrados

 



El Chorrillo, 15 de febrero de 2021

 

Me he habituado de tal manera a permanecer tanto tiempo con los ojos cerrados después de que suene el despertador, que cada vez me cuesta más levantarme y abandonar ese mundo que desde la oscuridad se abre cada mañana a mis sentidos y a la memoria. Despertar y con lo que ojos cerrados ir saliendo del sueño poco a poco con la lentitud con la que el nuevo día empieza a asomarse en el horizonte… Esa imagen que tengo grabada desde hace años de cuando empecé a hacer los Caminos de Santiago en invierno, una veintena más o menos, y comenzaba a caminar a las seis de la mañana en plena oscuridad, a veces chapoteando en el barro o bajo la lluvia, otras con un manto de estrellas sobre mi cabeza, posiblemente Casiopea indicándome la dirección del camino del norte si estaba en la Ruta de la Plata, y en que en algún momento, allá por el este, empezaba a insinuarse una débil claridad al tiempo que mis botas contra el suelo rompían levemente el silencio. Y así poco a poco creciendo la claridad, irrumpiendo en la soledad del planeta para despertarlo, suave, como si un madre despertara con su mano sobre la nuca a su niño del alma para ir al colegio. Así es tantas mañanas mi despertar de ojos cerrados. Casi no me atrevo a abrirlos pensando que ese circulo mágico de la noche tras de ellos pueda romperse con un exceso de luz.

Las noches de invierno caminando por los senderos de España antes del alba forman tan hondamente parte de mí que difícilmente sé encontrar momentos más preciosos en que yo, mis enanitos –o mi alma, para otros– nos podamos comunicar al unísono con tanta penetración y entendimiento. Mi yoga matinal caminando en la oscuridad de los inviernos lo es ahora, en tiempos de confinamiento, en estas largas mañanas de ojos cerrados en donde las estrellas y sus constelaciones o el rumor de la lluvia golpeando sobre mi capa de agua son sustituidos por el dulce vagar de los pensamientos y los recuerdos.

Muchas mañanas, cuando las agujas del reloj frisan ya el mediodía, me debato entre dos tendencias, la que me dice que ya está bien, que es hora de levantarse, que la hortelana debe de llevar ya horas trajinando en la parcela o en la casa, o que se me va a juntar el desayuno con la comida; me debato entre ésta y aquella otra como dentro de la oscuridad del líquido amniótico donde un futuro bebé vive flotando en la autoconciencia de su propia existencia.

No siempre fueron así mis mañanas, en otras ocasiones en vez de permanecer en la cama, me levantaba, también en invierno, a las cinco de la mañana y salía a caminar por los alrededores de casa por una hora o más. En realidad era como estar en la cama con los ojos cerrados, sin linterna, a veces con dificultades para ver las puntas de las botas recorría caminos conocidos mientras mis pensamientos se daban largos paseos por el mundo de las ideas o los recuerdos. Después llegaba a casa, apilaba unas brazadas de leña en el hueco de la chimenea de mi cabaña y sentado en el suelo me sumía en la nada de contemplar el fuego. Sólo un buen rato después por la ventana asomaba la débil claridad del nuevo día. Aquel invierno escribí un libro que daba cuenta de aquellas horas que precedían al alba. El libro llevaba el título de Diario de las cinco de la mañana.


Diario de las cinco de la mañana


Esta mañana, pasa ya del mediodía, pensaba que también podría escribir otro libro parecido con esa hora, una, dos horas, que transcurren desde que me despierto hasta que definitivamente abro los ojos y decido levantarme.

Hubo, no obstante, un imprevisto. Había olvidado dejar el teléfono en modo avión, y éste en determinado momento  interrumpió mi navegación en la oscuridad. Por cierto, que al echar mano de ese sustantivo, navegación, enseguida me acordé de Julio Villar y su ¡Eh, petrel!, una vez más entre las tantas que me acuerdo de él y de sus largas noches de vagar por los océanos del mundo solo. Y es que entonces la experiencia de la noche se me vuelve inefable experiencia de soledad por los mares, y tánto como para imaginarme también otra soledad paralela, la de Rosie Swale en la inmensidad de Siberia o sobre la superficie helada del río Yukón en Alaska con su frío invierno. El hombre con el hombre, la mujer con la mujer, solos en la horrísona soledad del desierto siberiano o la inmensidad del mar…

Decía que había olvidado poner la modalidad avión y un rinrín interrumpió mi navegar en la oscuridad de mis ojos cerrados. Era un guasap de mi amigo Jorge que lleva una temporada en que se despierta con el santoral en la cabeza y en ocasiones me da los buenos días con los acontecimientos que le trae el calendario; si es Navidad me regala pinturas de Lorenzo Lotto o Sandro Boticelli, si Reyes pueden ser lienzos de Giotto de Bondone; ayer era el aniversario del nacimiento de Joaquín Sabina y me despertó con el Romance de la dama y el pastor, un tema en que a Sabina todavía no se le había puesto esa magnífica voz de sus temas más clásicos. Hoy el aniversario era el del nacimiento de Beethoven, con lo que me correspondió con  la Missa Solemnis, Op. 123. Este amigo es una joya. Quita, quita, que lo de hace unos días fue más interesante; entonces era el aniversario del día memorable en que un programa de ordenador, Deep Blue, logró derrotar al campeón mundial de ajedrez, entonces Gari Kasparov, y en tal fecha, claro, ya no me enviaba ni músicas ni pinturas, ahora era la partida entera de aquel encuentro, una oportunidad que más tarde aproveché para reproducir en el ordenador el memorable acontecimiento que terminaría en un espléndido final en que Deep Blue y Kasparov con un movimiento de diferencia podían darse jaque mate mutuamente. Ganó Deep Blue. Después le reenviaría la partida al amigo Paco que me explicaría más tarde que tenía un amigo físico que había trabajado muchos años en el Deep Blue, y que le comentaba que en el futuro ningún humano podría ganar a estos programas. La capacidad computacional y combinatoria de un programa, le respondía yo, de todos modos sólo nos habla de una cuestión mecánica con la que obviamente el cerebro no está preparado para competir, pero acaso sea sólo eso, lo que no quita para que de esas combinaciones salga una obra de arte como sucedía en la partida que ganó Deep Blue.

Estaba con Jorge y sus buenos días, y antes con la oscuridad de los ojos cerrados. Total, que Jorge me sacó de esa oscuridad y  con los ojos abiertos no me quedaba otra cosa que echar mano al teléfono y dar cuenta a mi diario de los hechos acaecidos en los momentos previos al desayuno, estas líneas.

Ahora sí, ahora ya sí que me levanto. La una del mediodía: buena hora para quitarse las legañas y desayunar.


Deep Blue vs Kasparov


 

 


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