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Nuestro Mico se asoma a cotillear qué hace su dueño |
El Chorrillo, 12 de febrero de 2021
A veces, siguiendo ese hilo del pensamiento que dice cómo en
tantas ocasiones el hombre, algunos hombres, están más cerca del chimpancé que
del hombre excelente, se me ocurre que si concibiéramos una línea en donde el
chimpancé ocupara el punto cero y ese hombre “excelente” –hombre inteligente,
culto, equilibrado– el punto diez, lo que me planteo es que si cada uno decidiéramos,
supiéramos ubicarnos, entre uno y otro extremo en un preciso lugar de ese
intervalo, acaso se nos quitaran los humos y quizás a los pelagatos o a los
tontos de remate que aparecen en las redes se les quitarían, se nos quitarían,
las ganas de hablar en público una vez descubierta su/nuestra ignorancia y el
ridículo que hacen/hacemos con ciertos comentarios o simples afirmaciones. El
problema es que no sabiendo qué lugar ocupa uno, o más bien no queriendo
saberlo porque la verdad siempre escuece, o peor todavía, siendo de dominio
general que los más torpes son/somos los más reacios a darnos cuenta de nuestra
pelagatura y la cortedad de nuestros asertos, la cosa se pone dura a la hora de ver con mediana claridad, dura ,
naturalmente para los pelagatos, que no para aquellos que, ocupando un puesto
en la línea a que me refería más arriba, contemplan el patio cibernético con un
rictus de ironía en los labios, si no de sacasmo, si bien esto último sea
matizado por las obligaciones que imponen las buenas costumbres y la
determinación de no mezclarse con el “populacho”.
Perdón por agarrar este pequeño toro por los cuernos, una
pequeña diversión me mueve a ello. La diversión de reírme de mí mismo es a
veces incontenible. Si cogemos la cosa, sí, siempre la cosa aquí, la cosa allá…
la leche; si cogemos la cosa, decía, por arriba, pongamos por caso el
ejemplo los vídeos que ayer me sugería mi amig0 Antonio, de García-Trevijano, en
los que te encuentras con una brillante inteligencia, un cerebro bien armado en
donde cada pieza, cada mueble tiene su precisa ubicación y su porqué, y lo
comparas con el coco de un servidor donde asoman, sí, algunas verdades de cajón
forjadas al cabo de los años, pero en donde tantos asuntos flotan en la
imprecisión de un pensamiento un tanto confuso, pues digamos que me quedo tan
lejos de ese señor como de Kasparov en una partida de ajedrez. Si Kasparov
juega con un elo de tres mil y pico (“Elo: método para calcular los niveles de
habilidad relativos de los jugadores en juegos de dos contrincantes como el
ajedrez”) y un servidor sólo lo hace con uno de mil quinientos, mil seiscientos
a lo sumo; y además un chimpancé, que sólo sabría masticar una torre con los
dientes o dar un manotazo al rey le asignamos un elo de cero, al final resulta
que un servidor estaría equidistante entre Kasparov y el chimpancé, o lo que es
lo mismo, ocuparía el centro de la línea de más arriba, entre el mono y
García-Trevijano.
¡Menudo panorama! Así que en un mundo donde el tonto el
pueblo, como afirmaba Humberto Eco, se cree el rey del mambo cuando se lía a comentar
algo que va a aparecer en Internet, lo menos que puede hacer uno es, después de
quitarse las legañas frente al lavabo, mirarse bien a los ojos y preguntarse
por el elo que ocupas en esta partida de ajedrez que puede ser reflexionar
sobre la realidad y la vida.
Fue hace días, cuando asomó las narices por este diario la
palabra pelagatos, que me prendé de ella. Me gustó, me sonaba bien, ser un
pelagatos en la vida casi se me antojaba un privilegio en este mundo en donde
la sabiduría infinita de tantos inunda las redes y los espacios públicos, un
pelagatos que ha leído algunos millares de libros, un simple maestro escuela, como
le decía días atrás a un comentarista de mi blog. Sonaba bien; incluso esta
pobre percepción de mi persona, aún así, se encontraba por encima de la
sabiduría de Sócrates, que decía saber sólo que no sabía nada. Sí, hay mañanas
en que la convicción de ser un pelagatos me aturulla a la hora de escribir.
Y es que descubrir que uno es un pelagatos o no, no
siempre es fácil. Piénsese por ejemplo en un chimpancé al que todo el mundo le
ríe las gracias. Inmediatamente al susodicho se le llena el saco de la
autoestima hasta el borde, rebosa, se inflama. Ese, con tantos megustas en su
haber, con tanto respaldo, ya lo tiene bien jodido a la hora de mirarse en el
espejo y descubrir su grado de pelagatura, porque sus admiradores, pelagatos a
su vez o no, le nublarán su capacidad de reflexión. Reyes y gente importante se
encontraron siempre rodeados de lameculos y,
aunque la dulzura halaga pero la mucha miel empalaga, lo cierto es que éstos
comportamientos lo que hacen es abundar en la desinformación que reciben
nuestras conexiones neurales encargadas de la percepción de la realidad, con lo
que nuestro cerebro, carente de base formal para acercarse a ésta, puede
desbarrar de cabo a rabo.
Echo un vistazo en Internet y me encuentro que incluso existe
una Filosofía de la imbecilidad. La
imbecilidad abunda, se dice allí y en versión de andar por casa, «hay más
tontos que botellines» o «hay más tontos que perros descalzos». Cuando se trata
el tema de la imbecilidad, que no es es lo mismo que la pelagatura, pero que
puede aflorar de ésta al menor descuido, surge inevitablemente una sospecha de
que estando todos convencidos de que hay muchos imbéciles en el mundo, también lo
estamos de que los imbéciles son siempre «los otros». Nadie es inmune a la imbecilidad,
así que, descartando que todos podemos puntualmente comportarnos como imbéciles
(el que esté exento de culpa que tire la primera piedra) más vale curarse en
salud y estar ojo al canto no vaya a ser que en menos que canta un gallo nos
encontremos entre el gremio de los tontos de remate y seamos los últimos en
enterarnos de nuestra pertenencia a la tal feligresía.
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