“Los límites de mi lenguaje son los límites
de mi mundo” (Wittgenstein).
El
Chorrillo, 5 de febrero de 2021
Comentaba
esta tarde con el amigo Santiago Fernández a raíz de la campana de Gauss de que
hablaba ayer por aquí, que la corneja a la que Onno, el protagonista de la
novela, explicaba con palabras sencillas sus deducciones sobre el género humano
a través de la curva normal, había llegado a tal estado de excitación con sus
palabras que, horrorizada, salió volando, atravesó el crucero de la catedral y
desapareció por el cimborrio. A la corneja le pareció que había hecho un mal
negocio amistándose con un sapiens y decidió prescindir de sus palabras.
Nosotros,
como no somos cornejas, pues nos puede suceder como al amigo Antonio Montes
que, enamorado de las palabras ha abandonado montáneamente, imagino, su En mi caminar… para explorar las
excelencias del diccionario a través de sus fotografías en blanco y negro. Así que
dediquemos un rato a las palabras.
Un vez
leí a Fernando Savater, con quien ninguna simpatía me une, decir que en
ocasiones las palabras le producían verdaderos orgasmos. Metáfora o no, es una
realidad que, para aquellos cuyas hormonas se encuentren receptivas a la magia de
las palabras, puede resultar el premio a la constancia de una larga tarde de
lectura. No es que las palabras digan “cosas” o expresen ideas, que en eso
también estamos, sino que la riqueza y la profundidad con las que éstas se
usan, cuando con ellas tropezamos en un párrafo, un comentario, unos versos,
pueden llegar a nosotros en la forma de una profunda emoción similar a la que
provoca en ocasiones una breve melodía que oímos engastada en una sinfonía o un
cuarteto de cuerda.
Un
material tan ubicuo en el panorama de lo cotidiano y de lo público y a la vez
tan universal, que debería merecer tan alta consideración por nuestra parte
como para rendirle un alto respeto y consideración. Esas palabras que tanto nos
sirven como vehículo de comunicación y
pensamiento como de recreo si lo ponemos junto a las notas de una
sinfonía, o lo comparamos con los colores de la paleta de un pintor o el primor
del cincel de un Miguel Ángel que finalizada la obra estampa en la frente de su
Moisés la palabra “¡Habla!”.
Esto,
todo ponderaciones para las bondades de las palabras que atienden a nuestro
sentir estético con un espíritu de tantísima disponibilidad, pero sólo una
introducción para hablar también de la incertidumbre y de la ambigüedad que su uso
introduce en las comunicaciones entre los sapiens.
Estoy
intentando abrirme camino, ese trabajo de Ariosto que hace dar vueltas y
vueltas al caballo de Orlando Furioso, hasta
que al final encuentra su senda y emprende un ligero trotecillo por ella
satisfecho de haberla hallado. Una referencia primera me viene dada por una
conversación esta mañana de un amigo que a la vez es amigo de Sebastián Álvaro.
En algún momento de la conversación surgió la palabra “tipo” que, me decía, es
una palabra que usa el periodista con mucha frecuencia para referirse a sus
amigos. Yo le razonaba que evidentemente el contexto en que se pronuncian
determinadas palabras es determinante, pero sí llegaba a entender, si tenemos
en cuenta la subjetivización (jo, qué palabra más fea, ¿no?) con que a veces
hacemos uso del lenguaje, que éste puede llegar a reflejar algo muy distinto a
los oídos de alguien ajeno, mientras que para el amigo cercano puede ser un
guiño afectuoso escuchar la misma palabra. En el caso de Sebastián (mi único
interés al nombrarle aquí tiene por objeto intentar poner de relieve esa
diferencia de significado que se puede asignar a un mismo significante), yo
debería haber rectificado mi opinión sobre las palabras de Álvaro, si no fuera
porque el contexto que yo recibo plasmado en una entrevista (sus expresadas
dudas sobre si alguien subió o no subió sin oxígeno al K2 y el intento de
quitar méritos al grupo, dando la enhorabuena al equipo de Nepal “que ha hecho
la primera ascensión invernal, con botellas de O2 y cuerdas fijas”, sin
mencionar que uno de ellos lo hizo sin oxígeno, para a continuación ponerlo en
duda –me lo tienen que demostrar–...); si no fuera porque el contexto que yo
recibo, decía, creo que sí podría haber asignado al término un significado
diferente. En casos así el contexto es determinante para saber qué es lo que
queremos decir.
¿Por
qué será que de continuo nos vemos obligados a hacer puntualizaciones sobre lo
que decimos o queremos decir? Es obvio, probablemente sería imposible tener una
palabra para cada uso preciso de un término, una idea. Hay ocasiones en que el
lenguaje da un estirón, como dicen que les sucede a los inuits que tienen
cuarenta o un centenar de palabras para nombrar los distintos tipos de nieve, y
el lenguaje encuentra palabras muy precisas para lo que se quiere nombrar; pero
para el resto tenemos que apañárnosla con el contexto, con las puntualizaciones,
con los gestos o con el mejunge ideológico o la animadversión que tengamos
encima, como le sucede al Tribunal Supremo que retorciendo el término
“violencia” mete en la cárcel a toda la plana de los catalanes independentistas,
suponiendo que su levantamiento contra ese orden establecido era violento,
aunque no hubiera ni tanques, ni bombas, ni cuchillos, ni nada que indicara la
presencia de tal violencia.
Que el
lenguaje sea una fiesta, un placer, una escopeta cargada de mala hostia, un señuelo
que los sapiens lanzan a las aguas de la feminidad para embaucar a una moza,
convierte a éste en instrumento vital que, de no saber usarse, pone al individuo
siempre en inferioridad de condiciones. “Los límites de mi lenguaje son los
límites de mi mundo” (Wittgenstein). Y ya puestos, recordando que ayer colgué
en mi muro del FB el link de un artículo que lleva el título de Cómo educar a una generación de tontos, ¡cómo
no hacer alusión a lo abandonada que se tiene en la escuela la enseñanza del
uso del verbo, principio actor de nuestra humanidad e inteligencia…! El dominio
de la escritura, el dominio de la palabra, así como esa prioridad que consiste
en pensar, siempre serán herramientas esenciales para decir esta boca es mía y,
sin embargo, ¿cuál es el panorama? Ja, imbécil sería el poder de todo tipo si
aspirase realmente a educar seres críticos, formuladores de opinión, hábiles
ciudadanos en el uso del lenguaje y la lengua. Risa me da, y eso, para no llorar,
tanta burocracia, tantos planes nuevos, para decir que hacen algo, cuando en
realidad desatienden lo verdaderamente esencial en el proceso educativo, aprender
a escribir, leer y hablar… a decir nuestra palabra.
Pues discrepo con lo del lenguaje y con lo del Sr. WITT...ese. Si mis límites hubieran sido los de mi lenguaje no hubiera llegado muy lejos, y no es que haya ido más allá de Cuenca (bromeó) Bueno que eso, si mi lenguaje hubiera sido de más calidad sí, posiblemente hubiera llegado más lejos...pero está bien así!
ResponderEliminarJajaja... me encanta.
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ResponderEliminarEstaba repetido no sé porqué
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